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Medea invertida

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Hay un tipo de violencia que no cesa. La definimos como doméstica, machista, de género, de pareja. Yo la considero terrorismo, porque en su dentellada anida la demostración de dominio mediante actos violentos a fin de infundir miedo, de coaccionar, de imponer una autoridad por encima de todo. De erigirse en dueño y señor del territorio partiendo de un cruento chantaje emocional que se aplica con sadismo y costumbre. Van en aumento las amenazas constantes, los partes de Urgencias, las violaciones en la cama de matrimonio, la humillación psicológica a la que son sometidas tantas mujeres que acaban sintiéndose una piltrafa y apenas recuerdan que un día fueron libres. Relaciones que presuntamente se iniciaron con amor, aunque fuera un malentendido. Una perversión que desembocó en un vínculo fatal, de víctima y verdugo. ¿Por qué nuestras sociedades han sido capaces de reducir la criminalidad en pos de un mundo más seguro, y en cambio las mujeres siguen muriendo a manos de sus parejas o exparejas? La pasada semana, en España, fueron asesinadas en la intimidad cinco mujeres. También dos niños. Se nos indigestan las noticias de su muerte. Pequeños utilizados como minas antipersona, prótesis existenciales en nombre del mal. A comienzos de mes, en Madrid, un hombre de 27 años, antes de arrojarse al vacío con su hija de un año desde la segunda planta de La Paz, a una altura de unos 12 metros, le gritó a su mujer: “¡Me la has jugado! ¡Me la has jugado! ¡Te voy a dar donde más te duele!”.

Días antes, en Daimiel (Ciudad ­Real), otro hombre mataba a su pareja y a la hija de esta, de 18 años. Estaban en trámites de divorcio. La mujer había visitado a una psicóloga social porque estaba pasando por una ruptura complicada. La nube negra del presentimiento ya se había instalado en sus días. El último caso, el de Juan Sergio Oliva Gómez, que acuchilló a sus hijos de cinco y cuatro años durante un permiso de paternidad en un pueblecito tranquilo cerca de Stuttgart, nace de una temeridad judicial. El hombre había invocado ante su ex el nombre de José Breton, sacando todos los diablos de la teoría de la emulación a pasear, lo que Paul Aubry ar­ticuló ya en 1896 como “el contagio de la muerte”. Ella le había denunciado por maltrato hasta en tres ocasiones, pero un juez dictaminó que los niños debían pasar periódicamente tiempo con su padre. Debe resultar invivible la idea de no poder proteger a tus hijos. La madre viajó hasta el pueblo alemán, cuando el presagio ya era una mancha negra que se extendía igual que aceite. Los había matado. Se dice que es un asunto muy complejo cuando fallan todos los planes de prevención anunciados a bombo y platillo, que han demostrado ser ineficaces. Que no han impedido que haya mujeres que vivan temblando mientras sus exparejas preparan la cena y la muerte de sus hijos.

Publicado en Artículos

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