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Recato en Hollywood

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Cuando el Meatpacking District aún no había sido coronado por su jardín colgante, existía una ruta alternativa en la noche neoyorquina, que consistía en cenar en el Florent –abierto las 24 horas, frente a los mataderos– y tomar una copa en Hogs&Heifers, un bar de camioneros cuya barra estaba llena de sujetadores de todas clases: con copa forrada, en triángulo, con aro o blonda. Allí se apostaban con autoridad hombres rudos, tatuadísimos, a los que preferías no sostener la mirada. Y a pesar de que las camareras anduvieran con poca ropa y mucho maquillaje, nunca las vi hacer ese gesto que toda mujer ha querido imitar alguna vez, bien sea en la soledad de su dormitorio o en una despedida de soltera: blandir el sujetador y hacer anillos en el aire, como el que tira un lazo.

El sujetador es una prenda cargada de simbolismo, y aunque haya resultado crucial para que las mujeres pudieran moverse con mayor libertad, siempre ha tenido connotaciones opresoras. Aquellas chicas temerarias que los quemaban en los años sesenta poco podían imaginar que el sostén avanzaría regio, por encima del bien y del mal, y se empezaría a exhibir con tronío. La visibilidad de la ropa interior femenina, cuando saltó de dentro afuera, produjo algo parecido a la fiebre de la primera persona en literatura. La intimidad se convertía en “extimidad”. Así bautizó Lacan a la creciente tendencia de querer hacer públicas sus vidas interiores.

La noche de los Oscars podría haber sido la de los sujetadores rotos. No fue así. Recatada, comedida en el vestuario y la reivindicación, poniendo de manifiesto la incómoda posición de las celebrities en la era Trump ante su misoginia y su xenofobia declaradas. Tan sólo Gael García Bernal, que denunció el vergonzoso muro de la discordia, y el director iraní Asghar Farhadi, ganador del Oscar a la mejor película extranjera, que le hizo leer a una ingeniera de la NASA su denuncia: “Así se divide el mundo. Los directores de cine crean empatía y unen”. Pero ni una mujer ni un afroamericano aprovecharon el poderoso altavoz hollywoodiense. La del entretenimiento es una industria que siempre ha tenido un pie en el freno. Y quien mejor lo sabe es Donald Trump, hoy por hoy la mayor celebrity mundial, que ha iniciado un Gobierno reality show al estilo Kardashian, aunque con listas negras. Ya ha fichado a periodistas y medios, jueces y funcionarios diversos. Y el Ho­llywood más modosito abandonó en su noche de gloria las heroicidades y los dardos con una tibieza que apostó por la prudencia y una falsa alegría. Que La La Land ganara y no ganara, en favor de Moonlight, fue un lapsus elocuente: es tiempo de sujetadores armados para protegerse de la oscuridad.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

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