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La vida de los hombres

Hombres que al terminar el día ven la tele con su pareja, con un Jameson o un botellín de cerveza. Hombres que dan mucha importancia al momento de abrir los ojos, detallando la hora y su visión del día cuando se levantan de la cama. Hombres que viven el paso del tiempo entre el vértigo y la derrota. «Tampoco tengo ya la edad de las víctimas, sino la edad de los culpables; de nada sirven las quejas», escribe Ray Loriga en la antología 27 de septiembre, un día en la vida de los hombres, con edición de Esmeralda Berbel. Hace un par de años, participé en la versión femenina de la iniciativa propuesta, en 1935, por Maxim Gorki y que veinticinco años después fue secundada por una entusiasta Christa Wolf que detalló sus veintisietes de septiembre a lo largo de 40 años. Berbel tenía pendiente la versión masculina de la compilación de breves diarios: a ver qué dicen ellos. Cómo tejen su cotidianidad y, sobre todo, cómo la cuentan.

La mayoría son escritores y por ello ceden una parte importante de su texto al diario literario, a la historia que se les resiste o al personaje al que quieren salvar, como Pedro Zarraluqui. Algunos hablan de las debilidades del cuerpo, de las pastillas «gastrorresistentes», «un vocablo efectivo como una sacudida, que me ayuda a despertar del todo», escribe José María Merino. Ni rastro del derrame emocional ni el desnudo impúdico que sí extendían como un manto anímico las mujeres. No obstante, subyace la tensión vital de quien se pregunta, duda, y siente que se le escurre algo entre los dedos. Como Miguel Martínez-Lage, fallecido antes de que el libro viese la luz: «En esta ciudad que ni quiero ni me quiere se quedan mi mujer y mi hijo. Bueno, la mujer que yo quiero, que no es mi mujer, y su hijo. Adelante».

O como Marcos Giralt-Torrente en una escena de parque con pareja y bebé: «Me siento junto a ella y paso mi brazo por su cintura. Es un gesto acorde con la dicha que siento. Nada me llena más que instantes como este. Pero también es un gesto con el que trato de afianzarme, buscar sostén, apartar los malos pensamientos».

Los diaristas priorizan el tiempo de los afectos: el reencuentro con su pareja y sus hijos cuando cae la tarde, en una cerrada defensa de la placidez familiar: «Llegan mi mujer y los niños, y después de los abrazos y besos que, como diría el poeta André Breton, “nos impiden caer en la miseria del mundo”, yo empiezo a entrar y a salir de mi estudio», escribe Jordi Soler. También están quienes afrontan la crisis de sus hijos preadolescentes con serenidad y angustia, como Oriol Porta, o los que descubren que la mortadela estaba podrida al hacer los bocadillos, como Jordi Gracia. Y ¿quién dice que no les preocupa su imagen? «Una de las sensaciones más desagradables que reconozco haber vivido es la de no reconocerse en el espejo; es jodido», confiesa el actor Eduard Fernández.

A medida que, en Occidente, se acortan brechas entre géneros, se ahonda también de forma saludable, es decir, con más objetividad, en las diferencias. Durante años se pensó que la arquitectura cerebral era igual para todos, pero los científicos han hallado evidencias de que nuestros cerebros tienen distintas programaciones genéticas. Nosotras contamos con más neuronas espejo, muy eficaces a la hora de observar las emociones, mientras que ellos tienen más desarrollado el córtex parietal que controla la percepción del espacio, así como la región de la amígdala que rige el impulso sexual. Los hombres no expresan más angustia o temor que las mujeres al hablar de sus problemas porque, simplemente, creen que hacerlo no sirve para nada. Pero cuando se confiesan, o bien son unos pesados o resultan irresistiblemente encantadores.

(La Vanguardia)

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