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Fronteras

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Vas dejando atrás el paisaje y, a pesar de que lo conozcas al detalle –las torres de la petroquímica que humean al atravesar Tarragona, las aldeas amontonadas que solapan sus fachadas blancas y pardas alrededor del campanario, los túneles que penetraron las sierras y cuyo paso de la oscuridad a la luz sigue deslumbrándote, la moqueta de espiga amarilla que cubre las lindes del campo hasta tocar vía, e incluso el verde polvoriento de los árboles bajo la niebla, que nunca pensaste que podrías olvidar–, todo pierde nitidez cuando el tren llega a destino. Puedes medio inventártelo, es lo que solemos hacer cuando recordamos. Asumimos palabras que nunca se dijeron exactamente, pero que intuimos que querían pronunciarse. Nos dejamos influir por una foto para amañar nostalgia. Ocurre lo mismo con los rostros que no vemos desde hace tiempo y que, a pesar de sernos tan familiares, se desvanecen en nuestra memoria, incapaces de perfilarlos con exactitud, por mucho que los añoremos.

Recordar es una actividad en la que hay que emplearse con tiento, pues implica tanta exigencia como imaginación. El pasado siempre se trastoca al reconstruirlo. Por ello, los paisajes físicos y los imaginados son igualmente plásticos en nuestra percepción. A veces recordamos cosas que nunca sucedieron de la forma en que las evocamos, pero ya se han convertido en parte de los mitos que nos explican. Y nos agarramos a ellos, sabiéndonos incapaces de recuperar la factualidad de los hechos. El mundo real con frecuencia nos expulsa de sus costuras, de forma que edificamos un paisaje interior habitado por la ­misma voluntad con que seguimos las instrucciones de un medicamento: “mantener en lugar seco y seguro”.

Acaba el año, y resulta algo parecido al final de cualquier trayecto. Y aunque los ecosistemas se revuelven, y determinadas barreras se desdibujan, especialmente las que tienen que ver con lo temporal y climático –la de día-noche, la semana laboral, la sensación de invierno-verano– o las tecnológicas, otras se levantan, casi siempre políticas (ergo económicas), que amenazan con agrandar la brecha que separa a los buenos de los malos, aunque esa percepción dependa de qué lado hayas caído: del de los ricos o los pobres, los mexicanos o los americanos, los españoles o los catalanes… Tras dejar atrás el paisaje del año que se despide, buscaremos un horizonte en el 2018 que nos sirva de acicate, de zanahoria al final del palo, para coger impulso. Pero ¿qué es, si no, el horizonte?, ¿un límite visual, un efecto óptico? “El horizonte está en los ojos y no en la realidad”, decía sabiamente Ángel Ganivet. Igual que los recuerdos, igual que las fronteras.

Publicado en La Vanguardia

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