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Koldo y los ‘koldettes’

En la configuración mental de un sociópata no existe la noción de culpa. Ni sombra de esa voz interior que censura tu falta de ética. Una inmutable frialdad deshace el mínimo atisbo de mala conciencia. La psicóloga Patric Gagne ha escrito un libro sobre su propio trastorno antisocial, Sociopath: a memoir, y The New York Times la ha entrevistado. Cuenta que de niña sufría arrebatos a causa de su apatía emocional y entonces, para sentirse viva, apuñalaba a un compañero de clase con un lápiz bien afilado. “A veces hacemos cosas malas, pero somos muy dulces por dentro”, afirma Gagne, de 48 años, que ejemplifica cómo su instinto destructor se activa: “Si voy al súper y algo se echa a perder, tomo nota mental para robarlo la próxima vez”.

Existe un tiempo mágico en que los niños se hacen juramentos internos, aunque se amparen en razones de chichinabo, porque todavía creen en el principio de retribución. Quienes no maduran reproducen un falso sentido de la justicia que siempre les beneficia. Al decir de un Koldo cualquiera: con los favores que le he hecho al partido, qué menos que cobrarme un milloncete.

Mitad bufones, mitad cerebros gélidos anhelan el poder económico o reputacional

A mí también me harta la palabra empatía. ¿Por qué tantos reparos en utilizar el término sensibilidad? Si bien es una cualidad muy siglo XXI, indispensable y loada, repetida para fortalecer el tejido social y humanizar sus protocolos, resulta esquiva al lenguaje administrativo. Reparar en el otro, ponerse en su piel y no desentenderse parece una anomalía en el vértice de la pirámide. Las estructuras del poder, con su entramado burocrático tan a menudo absurdo, destierran el roce humano bajo la excusa de la operancia. Recuerdo que un exdiputado me confesó la cantidad de tiempo que perdían en las comisiones de trabajo preparando papeles que acaban en nada. Y aun sabiéndolo, seguían dando vueltas en esa rueda, mintiéndose para soportarlo.

La maquinaria del Estado favorece la sociopatía, como se ha demostrado una y otra vez. La sensual caricia del privilegio, la tan manida erótica del poder, el narcisismo del líder. Como en el caso de Koldo García, el hombre que le llevaba el maletín ministerial a Ábalos y le abría la puerta de las marisquerías madrileñas. Un hombre al que se califica de “gran solucionador”; el aizkolari de hacha imbatible. El mismo que Santos Cerdán recomendara a Ábalos, ese admirador del trasero femenino, como demuestran los archivos fotográficos. Ambos políticos de corte rudo fraternizaron con el ex vigilante de seguridad que acabó siendo la sombra del ministro.

Los Koldos de este mundo anulan el marco ético que rodea sus actos, y se repiten la palabra misión. Mitad bufones, mitad cerebros gélidos anhelan el poder, ya sea económico o reputacional. Y su compulsión suele ser destructiva a no ser que la redirijan con terapia, como Patric Gagne.

Los negocios corruptos que se produjeron durante la pandemia dan fe de que la nuestra es una sociedad donde la cultura del pelotazo nunca se fue. Y nos advierten de la existencia de esos seres graníticos capaces de enriquecerse mientras los muertos todavía están calientes, aniquilando cualquier atisbo de nobleza o solidaridad. Aquellos que vieron en las ciudades tan solo transitadas por coches fúnebres una inmejorable oportunidad de negocio. De los Medina, Ayuso, Aldama y tantos otros que cruzaron la línea roja que separa emprendimiento y delito, mientras el pueblo salía a los balcones a las ocho de la tarde a aplaudir a los sanitarios. Ellos también. Políticos de día, truhanes de noche.

Artículo publicado en La Vanguardia el 1 de marzo de 2024

Publicado en Artículos La Vanguardia

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