Saltar al contenido →

Juanita y Ramón

764c5f9d9077ee1a0b224cb3585aa114

Cada Navidad, después de comer, con el mantel mojado de cava y un reguero de migas del turrón de Alicante, ella abría la caja de los habanos y él escogía uno, entre la avidez y el cálculo. Los niños esperábamos con ansia la vitola, el colorido anillo de papel que garantizaba su procedencia, y luego nos quedábamos embobados mirando como Juanita desvirgaba el puro: mascaba las hojas quebradas del tabaco en su boca, ensalivaba lo justo, y cuando ya estaba listo, lo encendía con una mecha alta y anaranjada. Tras aspirar dos caladas, se lo pasaba a Ramón, goloso del humo que saborearía en boca, y tras las primeras volutas redondas, él echaba la espalda hacia atrás y el mundo se convertía un lugar de mayores que algún día también sería nuestro. Era entonces cuando Ramón y Juanita se cogían la mano, igual que una pareja de jóvenes. Fue nuestra primera lección de amor y resistencia. Habían pasado una guerra: mataron a los suyos en la cuneta, soportaron nieblas espesas, la cárcel, el hambre, los estraperlos para sobrevivir. Y aun y así, ella nunca abandonó la belleza, los versos que escribía de joven, la idea de la felicidad al alcance de la mano, como esas cajas de galletas variadas que eran su festín. Él fue soltando los lastres que tanto había glorificado y redujo su vida a dos actividades diarias: tocar el piano y criar conejos; ella, que siendo madre numerosa tuvo criadas y cocinera, se pasaba la mañana barriendo. Me costaba comprender por qué lo hacía sin descanso, hasta que mi madre me descubrió su treta: “Es su manera de escuchar el piano”. Nosotros vivíamos en el segundo piso, ellos en el primero. Cuando me enfadaba con mis padres, me refugiaba en su comedor ante su regocijo. Por supuesto, siempre me daban la razón, me ponían el plato de la cena y, en una ocasión, ya jovencita, mi abuela me llamó en secreto a su cuarto, abrió un cajón y sacó un paquete de Winston: “Te lo traje de Andorra, ¡pero no te vicies, eh!”. Cuando celebraron las bodas de oro asistimos a una misa en una pequeña capilla; al terminar, él fue hacia el órgano y se agarró al bolero ante Cristo y su amada: “Solamente una vez”…

Recuerdo otra ocasión en que regresamos de viaje antes de hora, y me los encontré bebiendo una botella de champán y desenvolviendo el surtido de galletas Cuétara como unos abuelos traviesos. Ramón había tenido siete vidas, accidentes y reveses. Juanita, que había estudiado con las monjas dibujo y literatura, era diabética. Sólo le tenía miedo al fuego. Nos instruyó a mojar los ceniceros antes de vaciarlos en la basura. Leían el periódico con lupa. Ella a veces le decía: “Por qué no tocas un tango…”. Hace demasiados años que ya no se sientan a comer con nosotros en Navidad, que no escuchamos en su piano a Piazzolla o el Ave María de Schubert, sin embargo permanece intacta aquella escena de amor que no he vuelto a ver en mi vida: cuando ella le encendía su habano.

Publicado en La Vanguardia

2 comentarios

  1. Rosa Maria Soberana Bonet Rosa Maria Soberana Bonet

    Joana, quants records m’han passat pel cap, quina infáncia, aquestes imatges i moltíssimes més, ens acompanyaran sempre. Bon Nadal

  2. Cuanto escalofrío del bueno al leerte

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *