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Alarmas que saltan

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Se activan a horas intempestivas: un sábado por la tarde, justo cuando acabas de entrar en Babia, o al amanecer, cuando empieza a clarear en la ciudad pero las farolas permanecen encendidas. Es un estruendo agudo, machacón, muy distinto a la sirena ronca del barco que se des­hace en la lejanía. Te expulsa de la cápsula del sueño, pero lo más ridículo es que no intimida, sólo produce fastidio. Son horas demasiado rebuscadas, incluso para los ladrones, pero ¿qué se puede esperar de sensores que ignoran la primera luz del día y en cambio detectan el vuelo de un gorrión que ha entrado por el tragaluz? Su mecanismo de alerta consiste en aumentar progresivamente el volumen, igual que en las franjas de publicidad en radio y televisión, hasta que expira su primer ciclo. Pero a los cinco minutos reinician su histeria, que todo lo invade. Cuando suena una alarma, difícilmente puedes pensar en otra cosa que no sea en desactivarla. Y para ello tienes que ­probar tu inocencia, aunque pagues su cuota.

Se trata de sistemas de seguridad provistos de cámaras, detectores y conexión telefónica con la central, una especie de teléfono rojo que se acciona cuando salta alarma y te pide que te identifiques. La primera vez que lo hizo en mi casa sentí una sensación de descontrol mucho más inquietante que cuando se dispara la señal de incendio en la oficina y procedemos a desalojar el edificio según marca el protocolo, aunque sepamos que no hay fuego y acabemos aprovechando el rato para fumar un cigarro y charlar en la puerta. Fue como tener el enemigo dentro; buscaba torpemente la manera de silenciarla, hasta que una voz de centralita sonó en el salón y me pidió mi clave. Acababa de mudarme y sólo recordaba los códigos del ordenador. Tuve que buscar la carpeta de instrucciones. Resultó desconcertante sentirme sospechosa en mi propia vivienda.

En los medios ahora se anuncian a diario: “Protege a tu familia”, reza un eslogan, apelando directamente a los sentimientos más primarios. Alarma, contracción italiana all’arme, cuyo sentido literal no es otro que “a las armas”, un grito de aviso ante el enemigo para tomarlas y defenderse. Expresiones como saltar las alarmas o alarma pública demuestran que aunque el origen guerrero de la palabra sea remoto, permanece semánticamente inalterado. Si antes de la tensión entre Catalunya y España, la locución en la que más instalados vivíamos era la de falsa alarma, ahora nos hallamos en un estado de alarma continua, donde caceroladas, detenciones, cárceles, policías y políticos siguen subiendo los decibelios, conscientes de que crear alarma es en verdad hacer ruido, mientras que para pacificar el conflicto, lo primero que hay que hacer es bajar la voz.

Publicado en La Vanguardia

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