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Cazadora de abismos

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Hay que empezar a hablar de Diana Arbus por su ángulo más misterioso: su atracción por lo oscuro, por lo que la mirada acostumbra a temer. Y decir más: que sólo entre la alienación y la rebeldía, en la extrañeza más monstruosa, se encontraba segura. Se propuso una meta para escapar de si misma: perderse por las calles, por los lugares más fronterizos de la realidad en busca de freaks –travestis; enanos, gigantes y otros prodigios circenses; albinos o tatuados–. Llegó a sentir que ella era una más entre los que penetraron en el abismo. Creía que hay cosas que nadie habría visto si ella no las hubiera capturado. En una ocasión, en el MoMA llegaron a escupir a una de sus fotos, la de un travesti con rulos, un cigarro y una expresión que pasa por encima de ti como una plancha caliente. La desolación, la fragilidad y sobre todo el desarraigo íntimo afloraron en la obra de esta descomunal fotógrafa que empezó retratando el glamour, las parejas que no se hablaban en restaurantes, acaso a la manera de sus padres, emigrantes judíos que abrieron una boutique de moda en la Quinta Avenida y se hicieron millonarios. Escapó a los 18 años y acabaría fotografiando el infierno.

La vida de Diane Arbus acabó un 26 de julio –de 1971; este año se cumplen 45 años– tras ingerir una buena dosis de barbitúricos y cortarse las venas de sus muñecas en el histórico edificio de la Westbeth Artist Community, a orillas del río Hudson, en Nueva York. “La forma en que Arbus murió, como en el caso de la de poeta Sylvia Plath o, en una generación posterior, la fotógrafa Francesca Woodman, se ha convertido en parte de su legado artístico, como si su fin prematuro fuese el resultado inevitable de su trabajo”, escribe Andy Grundberg en The American Scholar a propósito de Diane Arbus: Portrait of a photographer, que acaba de publicarse en EE.UU. Las heridas secretas emergen ahora en la investigación de su obra adherida a su sensibilidad y cosida en harapos: “Arbus tenía muchos frentes psicológicos abiertos –una depresión, su promiscuidad sexual, el incesto, y una progresiva disminución de la capacidad de establecer y mantener relaciones sentimentales significativas– que nada tienen que ver con su trabajo o ambiciones”.

En su célebre ensayo sobre la fotografía, Susan Sontag carga las tintas con ella y su aura maldita: “El interés de Arbus en los monstruos expresa un deseo de violar su propia inocencia, de socavar su sensación de privilegio, de aliviar su frustración por sentirse segura”. Algo que ella misma reconoció. Nunca había conocido la adversidad: “Y sentirme inmune, por ridículo que parezca, era doloroso”. La fotografía mitigaría ese dolor, pero antes tendría que cruzarse con las dos personas más importantes de su vida: su marido, Allan Arbus, junto al que comenzó a disparar instantáneas y con quien trabajará para revistas de moda: Esquire, Vogue y Harper’s Bazaar, y la fotógrafa austríaca Lisette Model, la que proclamaba: “No disparen hasta que el sujeto que enfocan les produzca un dolor en la boca del estómago”. Tras su divorcio, Arbus se convirtió en la cazadora del abismo que siempre había sido.

Cuentan que el mismo día que encontraron su cuerpo sin vida en la bañera de su apartamento del Westbeth corrió el rumor de que había montado un trípode y una cámara para poder fotografiar su muerte. En su funeral, Avedon murmuró: “¡Cómo me gustaría ser un artista como Diane!”, a lo que Frederick Eberstadt le respondió, corrigiéndole: “No, no te gustaría”. Al final de sus días, cuando incluso le faltaba confianza para cruzar la calle, su rostro había absorbido los rasgos del desamparo de todos aquellos que había fotografiado.

(La Vanguardia)

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