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El síndrome del bufet

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Un servicio de bufet es una invitación a la abundancia a precio cerrado. Los hay que distribuyen sus viandas por orden cronológico, mientras que otros alternan con el recurso temático del lunes italiano oel jueves oriental. Ahí está el surtido de panes para el que se necesita traductor e intérprete, además del abanico multicolor de salsas y un mueble destinado a la bollería industrial (a pesar de su mensaje implícito: “el azúcar blanco mata dulcemente”). Da igual si la pasta está recocida o el estofado se ha endurecido, lo que importa es la variedad, la rapidez y la cantidad. Pero lo que más cotiza del bufet, el factor que lo ha universalizado en todas las culturas, es su carácter retroactivo: nunca te arrepentirás de haber elegido mal. Si algo no te gusta, puedes aparcar el plato e ir a por otro desprovisto del sentimiento de frustración que suele embargarte al pensar que te has perdido lo que más valía la pena de la carta.

He visto a personas obesas sentadas en el rincón del comedor con unos platos que parecían construcciones de Lego y, lejos de manifestar euforia, parecían abrumados, acaso como respuesta a la llamada “sobrecarga de la elección”. El mecanismo –tanto en la comida como en la ropa, las fotos de Instagram o el modelo de coche– es el mismo: cuando no se cumplen nuestras expectativas nos culpabilizamos.

El psicólogo Barry Schwartz, que tuvo mucho éxito hace una década con las teorías que volcó en La paradoja de elegir, vuelve a la actualidad para explicar el llamado FoMO (fear of missing out), el miedo obsesivo a perdernos cosas que suceden a nuestro alrededor, y la ansiedad que produce la creencia de que los demás realizan muchísimas actividades y proyectos. Y es que, a medida que la calidad de vida mejora y las expectativas crecen, nos acecha aquello que los científicos sociales denominan “la maldición del discernimiento”.

(La Vanguardia)

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