Partidaria de suavizar las púas de lo natural en lugar de idealizar su frescor, me pregunto acerca de la liviandad con la que actúan quienes rechazan las vacunas contra virus y bacterias letales desde tiempos de Hipócrates, de las que gracias a la investigación médica nos hemos librado. Hacía casi 30 años que en España no se producía un caso de difteria, como el del niño de Olot -no vacunado- que está en la UCI de Vall d’Hebron. El premio Nobel de Medicina en el 2011, el doctor luxemburgués Jules Hoffmann, galardonado precisamente por su trabajo en el campo de la inmunología, afirmaba estos días que el movimiento contra la vacunación “es un crimen”. Y razonaba para apoyar tales palabras que las vacunas han salvado unos 1.500 millones de vidas en el mundo. Los recientes casos en Berlín o Nueva York de muertes por enfermedades superadas -como el sarampión- demuestran que seguir creyendo que no existe un riesgo real representa jugar a la ruleta rusa con los microorganismos infecciosos.
La pseudociencia amenaza no sólo el sentido común, sino la conservación de la propia especie. Veamos si no la alarma (y la movilización popular) provocada en Galicia por la meningitis. Con el debido respeto a todas las personas, sean cuales sean sus creencias, y consciente del alivio de algunos métodos alternativos que combaten los excesos farmacológicos, entiendo que el bien común debe ser impuesto por encima de criterios personales, que dejan de ser inviolables cuando afectan a otras vidas. Cualquier suerte de creencia que no admite flexibilidad ni duda se envilece con su propio veneno fundamentalista. Pero en el caso de los que defienden lo natural por encima de todo, y desafían a la obligada profilaxis del progreso, una suerte de benevolencia se ha extendido como mermelada casera. Hasta que reaparece la difteria, en el túnel del tiempo.
Irresponsables.