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Luna de miel

cubierta-zuleijá

El hotel está invadido por parejas recién casadas. Las hay de todos los orígenes: indias, británicas, japonesas, francesas, españolas, catalanas… De veintitantos, como máximo treinta años, por lo que deduzco que se trata del primer matrimonio. Aprecio su esfuerzo por ser felices: en el desayuno prueban panes diferentes y se hacen carantoñas, aunque pronto acaben refugiándose en las pantallas de sus teléfonos. Le pregunto a dos tortolitos franceses en qué trabajan: él es empleado del TGV, ella secretaria de una empresa de mensajería. Viven en Montfermeil, no soportan el estrés de París. Tanto ellos como sus familias han ahorrado para mantener viva la tradición. Que dos recién casados puedan celebrar una luna de miel memorable sigue siendo sinónimo de pertenencia a la clase media a pesar de su desmorone. Dispuestos a no decepcionar a padres, abuelos y tíos, se hacen fotos incluso con el traje de novios en la playa, saltando, porque ahora todo se hace a brincos.

Mi hija me pregunta por qué se le llama luna de miel, e improviso: la miel lo endulza todo, se deshace en el paladar y te colma, te sacia; y así es como quieren sentirse, pues están –o creen estar– enamorados. Acabo de leer una hermosa y honda novela, Zuleijá abre los ojos (Acantilado), de Guzel Yájina; cuenta la historia de una joven tártara deportada a Siberia. Y justamente la miel es en ella la pomada de eros que emerge en medio de la nada. “Sentía como ella misma se iba transformando en miel poco a poco”. Es la única sensación placentera que conoce la protagonista: penetrar en su es­pesor pegajoso. Miel para los ojos, los ­oídos, el tacto, un conductor lento para la pasión. Lo más probable es que dentro de unos pocos años –en nuestro país, según el INE, la duración media de los matrimonios es de algo más de 16– estos festejantes ya no sean pareja; la miel se habrá transformado en hiel. De nada habrá servido, ni a ellos ni a sus familias, la costumbre de un destino exótico. Buscaron un paraíso para celebrar su amor, pero no cuentan lo mucho que se aburrieron, cómo ansiaban estrenar su nido, salir a pasear los domingos, lo justo para no ­caer en el tedio.

Nunca se había cuestionado tanto la postal idílica del amor. Las jóvenes ya no creen en la sopa boba de la media naranja, ellas son unidades completas. El amor romántico ha dejado de ser redentor, porque se las cobra y de qué manera. Y aun así, quién va a perder la oportunidad de consumir quince días de permiso y hacerse una selfie en un mar turquesa.

Aunque sin olvidar que el amor siempre trae consigo sombras, torpes que fuimos idealizando sus cuatro letras. No ­remitirá el dolor del mundo, pero, como le ocurre a Zuleijá, le concederá un ­respiro.

Publicado en La Vanguardia

2 comentarios

  1. Anónimo Anónimo

    Qué bueno, Joana. Me gusta mucho.

  2. Yolanda Martínez Yolanda Martínez

    Qué bueno, Joana. Me gusta mucho.

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