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Dos años sin Carme

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Aquel tren, aquel AVE de Lleida a Madrid un domingo por la tarde; aquel cielo de primavera tras el cristal, aquí sol, aquí bruma; aquel vagón de silencio, y el mensaje que entra pasado Calatayud: “Ha muerto Carme Chacón”. La incredulidad servida en un vaso de placebo. “Menudo disparate, será un error”, barruntas mientras el pensamiento busca la manera de procesar la tragedia. Han transcurrido dos años, y la extrañeza de haber perdido a una amiga como ella aún nos mancha la sonrisa, mucho peor que la nicotina, porque el dolor no admite blanqueadores. Alguna vez he releído nuestros últimos watsaps –tampoco yo he podido borrar su teléfono– y a lo más que llegas es a sentirte huérfana y a la vez privilegiada por su amistad, vecinas de un clima interior, en una complicidad que te hermana cuando aprietas la misma tecla, que convierte lo pequeño, lo íntimo, en colectivo.

La vida te provee de mantas para tapar los agujeros, pero no remienda sus jirones. A medida que corre el tiempo, el recuerdo se hace más sentido, también más solemne. Temes que se licue la intensidad de su huella. El mundo tiene prisa por llegar a ninguna parte. Lo nuevo enseguida parece viejo, la política cose y recose para hacerse más deseable. No, no todo huele a podrido. Bien lo sabía la Carme feminista, que rompió un buen trozo de cristal blindado al mandar a los militares con su panza de seis meses: dieciséis viajes a Afganistán, cruzada contra las bombas de racimo, ingeniera de puentes y no de muros. La Carmen y Carme de una “España, nación de naciones”, liderando un espíritu constructivo para evitar el choque de trenes. O la Carme que, limpia de mácula, aspiró a presidir y a renovar un partido, dispuesta a barrer debajo de las alfombras y a drenar las cloacas, víctima de mercadeos mediáticos, política excepcional y claro exponente de la meritocracia.

“Poseía el encanto de las personas inteligentes y buenas”. La frase pertenece a su cardiólogo, el doctor Màrius Petit Guinovart. Lo entrevisté hace un año y me dio una clave para entender la fuerza interior que la abrigaba: “Como mecanismo de defensa ante su problema, tenía un optimismo y una falsa seguridad que le permitieron vivir sin miedo”. Sus padres, Esther y Baltasar, acaban de impulsar la Carme Chacón Foundation para facilitar operaciones a niños sin recursos y con cardiopatías complejas como la suya. Ella, en sus últimos años habló de su corazón. Con 35 pulsaciones por minuto y un bloqueo ventricular, Carme jugó al baloncesto, nadó en alta mar, parió un hijo, modernizó –y feminizó– el ejército y sufrió las inquinas de los señores del castillo socialista, supergraduados en machismo. A pesar de todo, nunca se olvidó en casa su sonrisa franca que no necesitaba pintar, a modo de máscara, como tanto se estila en la política desprovista de convicción y compasión. Ahí es donde su ausencia tanto duele.

Publicado en La Vanguardia

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