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El buen impostor

CADELL FBC - Reflections

Los hay que diseñan muebles, trajes o barcos, y quienes diseñan campañas. Así se denomina al proceso de salir a vender el pescado en política. Queda fino apropiarse del verbo diseñar, hoy multiusos, y otorgar así un toque de artes aplicadas al acto de definir listas, programar mítines, buscar eslóganes, fotografiar carteles e idear cientos de posibles réplicas y contrarréplicas para lograr la victoria.

Existe, no obstante, un punto de partida que tiene mucho de inconveniente, y es su determinación en convencernos de que son los mejores. ¿Quién puede creer a alguien que dice ser el número uno? Se nos escapa un hilillo de vergüenza ajena frente a la exhibición de tanta trascendencia.

Porque aquellos que dicen de sí mismos ser excelentes acostumbran a esconder graves carencias, propietarios de una piel marmórea que los protege de los espasmos interiores que sacuden a la mayoría de las personas cuando son ridiculizadas o injuriadas. Alardean de tener las ideas muy claras hasta el extremo de atemorizarnos con su rectitud, ya sea en forma de 155, aborto o Franco. Y probablemente nunca hayan sentido esos síntomas que torturan a las víctimas del llamado síndrome del impostor.

En los años setenta, diferentes investigaciones psicológicas resumieron que se trataba de un rasgo propio de las mujeres con un alto rendimiento profesional. Cuanta más preparación, más inseguridad se extendía sobre una misma. Con los años, acabó aceptándose que se trataba también de un temor extendido entre los ejecutivos, y más cuando conseguían cerrar grandes tratos. Su voz interior les decía que eran unos falsarios, que habían engañado al prójimo, y salirse con la suya les hacía cuestionar su valor y su capacitación.

Cuánto nos lamentamos por sentir este vértigo, el frenazo de encontrarnos estúpidos al mirarnos al espejo y reprocharnos la falta de habilidad o de talento. También nos asaetea otro síndrome, el llamado espíritu de la escalera –es tras haberla bajado cuando nos viene a la cabeza lo que no supimos decir en el momento preciso, con brillantez, mientras estábamos arriba–. Lo padecen quienes secretamente se sienten impostores y dan más de un paso atrás, atrapados entre el ansia y la temeridad, pero también macerando la idea. Y eso obliga a estar en guardia, a no creerse halagos ni vejaciones, pero también a gustarse lo justo.

Leo a Kristin Wong en Medium recoger las opiniones de psicólogos que revierten la mala fama del mito y aclaman las virtudes de sentirse impostor. En ocasiones, la parálisis y el bloqueo impiden crecer profesionalmente, pero la porosidad de la duda contribuye a tener la mente abierta, a ser más observadores y a saberse moldear ante lo nuevo. Lo curioso es que los impostores de verdad se engañan a sí mismos de tal forma que acaban creyéndose auténticos salvadores de patrias, desconocedores de las agujetas anímicas –e inspiradoras– que atraviesan las tripas de los pseudoimpostores.

Imagen: FBC Cadell, ‘Reflections’

Publicado en La Vanguardia

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