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Extraños vecinos

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Escribes “patio de vecinos” y te cubre una vaharada de brócoli hervido a las once de la mañana. El eco de una cháchara de delantal y de ropa tendida, la misma que desnuda la intimidad de sus habitantes, pero no sólo son las bragas, o el olor a grasa quemada, o los rugidos de los aparatos los que muestran las tripas de sus habitantes. Es el sentido, complejo como todo lo humano, que transmite ese trozo de la vivienda a la vista, el mismo que puede resultar prosaico, repulsivo, desamparado o violento. Los patios de vecinos representan los intestinos de las casas. Allí de igual manera se instala la lavadora y la basura, lo voluminoso, lo que no sirve. Es una resignada exhibición de la intimidad que no cabe en el nido, ese lugar a cuya arquitectura nos acoplamos tanto simétrica como metafísicamente. Cuánto psiquismo encierra la puerta del hogar cerrada; a salvo. Gaston Bachelard recuerda los versos de Jean Pellerin. “La puerta me olfatea, vacila”, y los lee con un sentido mítico: un pequeño dios aguarda en el umbral.

El mito del ojo tras la cerradura sigue muy presente en el imaginario colectivo: marca una línea de frontera que expresa la primitividad del refugio, el celo de la intimidad. De ahí que nuestros vecinos sean, muy a menudo, una presencia temida. A un 14% de los españoles no le gustan los suyos, y ello no significa que al otro 86% le entusiasmen: de esa amplísima mayoría, más de la mitad ­admite apenas conocer a quienes viven a su lado, o debajo, según el I Estudio global sobre comunidades de vecinos ­elaborado por la plataforma Nuevosvecinos.com. Atrás quedan las herman­dades de corralas y no digamos las conversaciones tendidas en los patios o las sillas frente al portal en las calurosas noches de verano. Más del 60% asegura tener una relación “estrictamente” necesaria –que se limita a las insufribles reuniones de vecinos y al ascensor–. La susceptibilidad social es la norma. Miramos con recelo al nuevo inquilino, y en general preferimos tenerlos al otro lado de la puerta. Hablamos de ellos en voz baja.

En España, a diferencia de otras latitudes, existe un temor ancestral al ve­cino entrometido. Aquí no prosperan las apps que contribuyen a confraternizar en la escalera, tanto para poder pedirle la clave de su wifi al vecino como para restaurar la fuerza de la comunidad en los barrios. La iniciativa ha funcionado en diversos países, y los vecinos pa­saron de mirarse con desconfianza a ser cómplices. Pero los anglosajones friendly que organizan barbacoas siempre han sido anatema para los apasionados latinos, mucho más fríos y cautelosos con los vecinos que en la gélida Europa. Y es que nos conocemos…

(La Vanguardia)

(Foto)

Publicado en Artículos

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