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¿Son los tontos más felices?

Leche negra

Hay añoranzas que producen sonrojo, y aunque sea un decir ligero, escuchamos: “Los tontos son más felices”. Claro que los memos nunca emitirán tal sentencia, que sólo se puede afirmar desde la superioridad intelectual, la de esos listillos desdichados que se lamentan de su abultado cociente intelectual: ¿acaso es el causante de que se les aneguen los días y las noches en un mar de sinsentido? La idea de felicidad es incorruptible aunque perviva con cierta nostalgia: por un lado se considera el fin máximo al que puede aspirar una vida, pero por otro son pocos los que logran alcanzarla –al menos durante veinticuatro horas seguidas–. La linealidad del tiempo de los propósitos se rompe cuando dejamos atrás la adolescencia y ya no todo es posible. Desde el grito animoso de carpe diem, que los clásicos lograron colarnos como mandamiento existencial, los equilibrios entre ser un individuo pensante y autocrítico y la consecución de un estado de plenitud han flojeado en un mundo acuciado por la insatisfacción permanente.

Pensar menos, aflojar metas, ser más indulgentes con uno mismo, respirar hondo, dormir ocho horas… la bienintencionada autoayuda y la ideología del bienestar nos aleccionan a diario con recetas para alcanzar una vida más plena. “Pero si lo tienes todo”, escuchamos a nuestro alrededor cada vez que alguien sucumbe al vacío y es incapaz de encontrar buena razón para levantarse de la cama. Cuando las necesidades básicas están cubiertas, se goza de salud, se tienen cuatro amigos, alguna habilidad –al menos en aquello a lo que le dedicamos más horas–y se pueden tomar decisiones de forma independiente se obtiene, según la psicología positiva, un pasaporte para entrar en el reino feliz.

Según los estudios de Raj Raghunathan, profesor de la Universidad de Texas en la McCombs School of Business de Austin, una mayor educación o una mejor situación económica no sirven de mucho para predecir si alguien será o no feliz, más bien todo lo contrario: “Predicen unas mayores probabilidades de insatisfacción en la vida”. Raghunathan razona sobre la amargura que produce la competencia: muchos quieren ser el mejor, y creen que consiguiendo premios, reconocimientos o un aumento de sueldo se sentirán realizados, “pero pasados dos meses, tener más dinero ya no les basta”. Por ello argumenta que no hay que querer ser el número uno, sino sacarle el mejor partido a lo que uno sabe hacer. En verdad, la receta suena a consuelo para tontos. Nuestro mundo no es perfecto ni armonioso. André Comte-Sponville, padre del positivismo, consideraba que “la sabiduría es la máxima felicidad dentro de la máxima lucidez”. La inteligencia, la capacidad crítica y la lucidez no son grilletes de una cadena que nos ata a la infelicidad, sino las redes necesarias para atrapar, como mariposas, los instantes dichosos que pasan de largo.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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