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Cuando Peggy colgó un Pollock en Venecia

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En el jardín veneciano de Peggy Gughenheim –el más grande de la ciudad, en el que, según cuenta la leyenda, siglos atrás vivió un león africano– la tarde parece más ligera, desvestida de la densa humedad de la laguna. Subiendo y bajando escaleras, ojeando sus libros de huéspedes o admirando sus cuadros de Léger, Rothko o Picasso, una euforia mentolada se apodera de ti. Sientes que allí, la vida transcurrió con suma amabilidad. Que lejos de componer otro decorado más de la ciudad medio sumergida, eres el huésped de una casa museo que une cosas aparentemente incompatibles como el poder y la exaltación creativa. La gente viaja a Venecia para ser feliz. Para sentirse dentro de un Tiziano; para convertirse en u personaje mecido por los gondolieri y mimado por los bravísimos camareros del Harry’s Bar, que sirven el mejor carpaccio del mundo, que fue creado para una dama que siempre estaba a dieta.

El paisaje permanece suspendido, cosido por sus bellísimas fachadas que esconden ruinas y te hacen imaginar que Henry James escribía tras los sedosos cortinajes de los ventanales que dan al canal. Los sotoporteghi y el laberinto de callejuelas, el jaleo neorrealista del mercado de Rialto, las iglesias repicantes… todo es tan melodioso y a la vez tan decadente.

Ignoro si Peggy Gughenheim fue traspasada por el síndrome de Stendhal al cruzar la Piazza di San Marco. Hay demasiadas reliquias para reverenciar al pasado en Venecia, de la Galería de la Academia a los collares antiguos de cristal de Murano, los fantasmas de Thomas Mann y Visconti deambulando por las ruinas del Gran Hotel des Bains en el Lido… Pero lo que empujó a la adelantada Peggy en busca de su casillero del ser, fue la vanguardia. También la ambición de congregar a su alrededor a una generación que la atrapaba en su encrucijada estética y su búsqueda permanente.

Ella pertenecía a la rama excéntrica de la célebre familia de magnates de origen judío. Adoraba a su padre, mujeriego y laxo, que se ahogó regresando de una de sus románticas escapadas a París a bordo del Titanic junto a una joven cantante, lo que significó una verdadera tragedia para una joven de trece años. Su madre tenía la costumbre de repetir cualquier palabra o frase que dijera tres veces seguidas. A pesar de que su apellido siempre se relacionara con el dinero, ella y su hermana Benita representaron la rama pobre de la dinastía, aunque en verdad mantuvieran costumbres carísimas. Peggy vivió con plenitud los años veinte: viajó por toda Europa y se codeó con artistas, a quienes invitaba a cenas regadas con champán y ayudaba a sobrevivir, como a Djuna Barnes o André Breton, pero también fue maltratada por sus maridos. No se liberaría de ese yugo hasta 1937, cuando se separó de su tercera pareja, el editor Douglas Garman, y heredó una gran fortuna a la muerte de su madre.

Después de sus aventuras con las galerías Guggenheim Jeune y The Art of this Century en Londres y Nueva York, el verano de 1948 –justo un año después de su primera llegada a la ciudad serenissima– sería definitivo en su vida. En Venecia la habían recibido como a una diva. Vivía en un apartamento alquilado, en el Palazzo Barbaro, justo en frente de la Academia, en el Gran Canal. Henry James escribió allí Las alas de la paloma, inspirado por la temprana muerte de su adorada prima Mary Minny Temple. El piso era demasiado pequeño para ella, sus inseparables perros y su famosa colección, entonces aún a medias. Por ello, y también para asegurarse de que se quedaba en Venecia, el pintor Giuseppe Santomaso propondría a Rodolfo Pallucchini, mandamás de la Biennale, que ese año expusieran sus cuadros en el certamen. ¿Pero cómo? o, mejor dicho, ¿dónde? No formaba parte de ninguna institución ni representaba a ningún país. Cuando Grecia se cayó del programa debido al estallido de su guerra civil, se presentó la ocasión. Sus pinturas surrealistas, pero sobre todo las obras de Rothko o Pollock, que nunca antes se habían expuesto fuera de Estados Unidos, se convirtieron en una de las sensaciones de la edición. Apoteósico. “Lo que más disfruté fue ver el apellido Guggenheim en los mapas y carteles, junto a Gran Bretaña, Francia, Holanda… me sentí como si, de repente, fuese un país europeo”, recordaba encantada. Nunca abandonaría la ciudad. Ese mismo año compró el palazzo inacabado Venier dei Leoni, entre la basílica de Santa Maria della Salute y la Academia. Lo reformó y replantó el giardino, donde hizo construir un trono de piedra en el que posaría para los fotógrafos. Fue siempre un museo habitado, y ese latido perdura a día de hoy, entre los espejos venecianos y las obras de Bacon, Kandinsky, Duchamp, Brancusi, Picabia… Cada visitante al palacio debía dejar constancia de su paso con una dedicatoria en los famosos libros de huéspedes de Peggy, y “si eran poetas o artistas, podían añadir entonces unos versos o un boceto”. Patricia Highsmith, Louise Bourgeois, Eugenio Montale, Marc Chagall, Jean Cocteau, Tennessee Williams y muchos otros lo hicieron. Y hubo quien añadió algunas notas musicales, como John Cage o Jerome Robbins.

Al día siguiente de morir en un hospital de la cercana Padua, en diciembre de 1979, casi treinta años después de comprarlo, hubo agua alta en Venecia y su hijo Sindbad, predestinado a ser buen marino, tuvo que salvar los libros y algunos cuadros. La llamaron excéntrica mecenas, pero, más allá de las etiquetas, supo entender a los vagabundos anímicos que solo encontraban respuestas en el arte. Sus gafas-máscara son el perfecto símbolo de un tiempo en el que una mujer logró ser al tiempo madrina y musa de la más absoluta vanguardia.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. a. a.

    Para ser bipolar hay que ser joven(los grandes del Rock) ni Belmonte ni Hemingway ni Lincon eran bipolares las antiguas Neurosis convinadas con las expectativas de vida dan para mucho.

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