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La gula del mundo

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Aristóteles llegó a pensar que las anguilas se engendraban espontáneamente en el fondo de los lagos, dada la imposibilidad de encontrar sus huevos en las aguas de la Hélade. Ni una cría, ni un anguililla adolescente, tan solo los miembros adultos de su especie plateaban en las riberas mediterráneas, del Egeo a las Columnas de Hércules. El misterio de su origen resultó un desafío para la zoología, hasta que a comienzos del siglo pasado, en 1920, Johannes Schmidt descubrió que nacían y morían inevitablemente en el Mar de los Sargazos. Después de nacer y dejarse arrastrar por las corrientes marinas, bien hacia las costas norteamericanas, bien hacía las europeas, alrededor de los diez años emprenden un largo viaje cruzando el Atlántico que las llevará a empequeñecerse y morir en ese supermar sin costas ni vientos, el desierto flotante de Verne, tan temido por su calma chicha, cementerio de barcos y marinos.

Los buenos gourmets, y muy especialmente los orientales que las consideran un botín gastronómico, siempre ha sentido fascinación por las anguilas. Moverse como ellas ha sido metáfora de audacia y rapidez, un hacer propio de personas salaces, astutas, pero también livianas. Hoy, la anguila europea ostenta la categoría CR, la que indica que se trata de un animal en peligro crítico de extinción. Era imposible que tanta épica y belleza permaneciera en nuestro mundo; que ese lejano mar que, gracias a la literatura, solo con evocarlo hace sentir el temor por lo desconocido, siga siendo visitado por las anguilas que ya han vivido lo suficiente para cumplir su ciclo. La codicia humana es capaz de crear las variantes más sofisticadas de contrabando. Y el de las anguilas, capturadas como angulas, lleva años generando auténtico furor en muelles y aeropuertos, también los españoles. Y aunque las leyes requieren que el 60% de las menores de 12 centímetros de longitud capturadas se reserven para repoblación (y no para acuicultura ni consumo), los comerciantes japoneses o chinos cuentan con piratas que las pescan y transportan igual que si fueran percebes.

Mi obsesión con la azarosa agonía de las anguilas, escurridizas y brillantes, grandes viajeras y dueñas de varias vidas, se debe a que un contenedor de angulas secuestradas, para proceder a su engorde y acabar siendo degustadas en los restaurantes más caros de Shanghái y Tokio, me ha servido de espejo. En él se refleja una sociedad cansada y autodestructiva, caprichosa e infantil, ensimismada en sus placeres. Ya lo escribió Chéjov: la absurda lucha por el poder, cinco hombres luchando encarnizadamente contra una pobre anguila. Hoy, estas toneladas de angulas secuestradas para convertirse en criaturas gordas y grasientas, y así poder satisfacer la voracidad de un mundo que deglute leyendas marinas, representan una muestra más de la explotación del planeta, en constante persecución de la belleza.

Publicado en La Vanguardia

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