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Paso a paso, euro a euro

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Emmanuel Macron, “Manu” para los amigos, cocinero de fuego lento a pesar de su juventud, estrella mundial del liberalismo humanista, superdotado, pianista, filósofo, romántico y triturador de manos –porque, con su energía de camisa arremangada, las estrecha con tal frenesí que es capaz de entumecer falanges y dejar la marca de la alianza en la mano del mismísimo Donald Trump– , ha demostrado que la seducción en política abre muros sin necesidad de levantarlos. Hace apenas un lustro era un fontanero del Elíseo tan solvente como desconocido, hasta que, en 2014, Hollande lo eligiera para sustituir a su ministro de Economía. Entonces, Macron ya no pagaba la cuota del partido socialista, y, entonando su particular My way, acabaría dejándole en la estacada para formar ¡En Marcha!: una nueva casta que sustituía la gauche caviar por una botella de Sancerre, un pâté de champagne y la reivindicación de la Francia de provincias: la de Fragonard o Coubert, pero también la de su ciudad natal, Amiens, cuna de Julio Verne.

Una resolución sin grietas y un casi imperceptible sentimiento de superioridad, se asoman en esa sonrisa congelada que se eterniza mientras su cabeza hiperactiva saca humo con una mirada de águila imperial. En él también habita un párrafo melancólico, una especie de añoranza por ser mayor antes de tiempo, fiel a Hegel, que sostenía: “el filósofo debe hacer filosofía cuando ya la vida ha pasado”. Se hizo un inspector de finanzas, primero, luego banquero, después un hombre de poder. Rico antes de los treinta, abandonó los bonus de la Rothschild por la gloria del Elíseo, con un discurso tan desideologizado como optimista gracias a su fe en una Europa sin hierro en la sangre. “Creo en la libertad económica, social, política; en nuestra capacidad de crear nuevas reglas de progreso; y creo en Europa” ha dicho el la mitad del eje franco-alemán, que tendrá que pelearse con Merkel, euro a euro.

Casado con la profesora de las mil cremalleras, ha demostrado una mayor estabilidad familiar que cualquiera de sus antecesores. “No soy parte de la decoración. Bueno es frotar y limar nuestro cerebro con otro, y aquí nos los frotamos y limamos mucho» afirmaba en un documental Brigitte Trogneux, parafraseando a Montaigne. Hoy, Francia vuelve a gustarse en el benévolo espejo que le tiende Macron; esperemos que no se haga pedazos como ese muchacho que fue la esperanza de Italia, llamado Renzi, hoy un helado souvenir.

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Existe un género editorial en Alemania que siempre ha gozado de gran éxito popular, el de las revistas que celebran la mesa bien puesta, con arreglos de buganvillas, tartas de cereza, origami y patrones. Los mismos que popularizó Aene Burda, símbolo del milagro alemán, que allá por los años cincuenta del siglo pasado enseñó a las mujeres de una posguerra doblemente fría a coser sus vestidos con puntadas de resiliencia. Merkel ha contado en sus escasas entrevistas de soft journalism que le prepara la lista de la compra a su marido, Joachim Sauer, y cocina tartas de grosella los sábados mientras se pone un aria. Su germanidad destila un lifestyle entre modoso y eficiente, doméstico y espiritual; porque ese no saber venderse de Merkel, la ausencia de toda seducción en sus ademanes y sus discursos, representa precisamente la base de su éxito, y sobre todo de su durabilidad: a sus 63 años, ha sido votada por el Bundestag para cuatro mandatos y elegida en siete ocasiones como la mujer más poderosa del mundo por la revista Forbes. Un paso por la historia quizá inesperado pero a la vez determinante en la nueva hiperestructura mundial. “Los momentos en que podíamos confiar plenamente en los demás, en cierta medida, han terminado”, anunció hace semanas en un acto de campaña en Münich, refieriéndose a Trump y al Brexit. Y cierto es que ella mora en las antípodas de los espasmos de Putin, Trump o Kim Jong-un, pero también se escapa de las intelectualidades de caramelo del joven Macron .

La corrección es su mayor valedora. Tiene mala foto, pero al final nos hemos acostumbrado a ella igual que a un sofá confortable, con garantía eterna. Merkel nunca ha vendido su condición de mujer, aunque a menudo ha representado la única mancha de color en la foto del G7 (y eso que para su última investidura, la canciller eligió una chaqueta blanca, frente al negro luterano de las anteriores ceremonias). De la incomodidad ha hecho virtud, y en ellas posa habitualmente con las manos en ojiva, o en posición del campanario bajo: pulgares e índices formando un triángulo que, según los manuales de semiótica indica confianza y superioridad. Transmite un aire de papisa protestante –y de lectora del Burda– que la inviste tanto de poder como de soledad. Los periódicos anuncian el principio del fin de la era Merkel, pero a diferencia de sus coetáneos, destronados o corrompidos, ella sigue pilotando Europa.

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. Martín Martín

    Una vez más, literatura sofisticada. La descripción de Macron me parecía insuperable, tanto que no sabía si leer la de Merkel, y ahí estaba ese sillón cómodo, esa descripción imposible, y ese ritmo be bop alternado con ese tono propio del aria de la flauta mágica que acompaña a la canciller los domingos de kuchen trazas de ficción. Gracias.

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