Abel era un hombre solidario y atento, según informaba Javier Ricou en el único perfil completo que he leído de él, exceptuando la prensa local. Llevaba años de trashumancia docente, encajando en institutos de secundaria donde se necesitaba cubrir una plaza temporal. Licenciado en Historia, asumía la temporalidad, buen conocedor de que a menudo somos poco más que nuestras circunstancias. Puede que aparcara sus metas para más adelante mientras aceptaba sustituciones y sueldos desmayados. Nada en su hoja de ruta hacía presentir riesgo o excepcionalidad. Pero a veces la muerte se cierne sobre la vida ordinaria con la espectacularidad de la ficción. El asesinato de Abel Martínez no ha recibido la atención mediática que, en cambio, ha copado el nuevo niño de la ballesta, quien en su habitación, según revelan varias fuentes, tenía todo un arsenal.
Hace unos días escribía acerca de los cuartos-sótano de los adolescentes, de sus cuevas existenciales amenizadas por pantallas pero también por una colección de fantasmas. Hay que husmear de vez en cuando en la siembra de los muchachos, en las inquietudes que van creciendo en sus territorios privados, y también en los restos que dejan por la mañana, cuando salen apresurados con la mochila y el sándwich. Los padres no podemos dimitir de la tutela aunque sea incómoda, desagradecida y susceptible de abrir el conflicto con el adolescente celoso de sus secretos. El infortunio acostumbra a exorcizarse con la siguiente expresión: “Es un caso extraordinario”, pero la estadística es una ciencia formal, nunca un chaleco antibalas.
Mal asunto el de plantearse si una muerte ha servido para algo, pero al ser humano le empuja siempre la perpetuación de la especie, tan primaria como pujante. El caso de Abel -además de evidenciar la precariedad de los jóve-nes licenciados que deambulan por centros de secundaria sin acabar de enraizar ni de poder concluir un objetivo- destaca por su coraje y su instinto. Fue el primero que acudió a ayudar. Sin los héroes anónimos y de proximidad, este mundo, en el que, a la manera de los poetas, cielo e infierno están en nosotros, sería un lugar aún más podrido.
ay, joana, es que no te enteras de ná’
todos somos iguales
pero unos son + iguales que otros
la desaparición de centenares -¡centenares!- de niñas en áfrica, por citar solamente al azar una de las incontables tragedias que ocurren a diario, no ocupan ni una infinitesimal fracción de la atención obsesiva por algún gol de ese juego en que 22 hombres corren tras una bola hinchada -cmo lo definió enrique tierno galván-.
en fin.
Felicitats per l’article. DEP la veritable víctima d’aquesta tragèdia.