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Vida de camión

Revolver Creative Company

Cada vez que tenía que salir de viaje, el tío Martí cenaba cabizbajo. Le esperaba un camión de tres ejes con el que recorrería el norte de España, y tras descargar quince toneladas de sacos de harina de pescado o terneros pequeños buscaría una carga de retorno que pagara el gasóleo y poco más. Entonces no existía el tacógrafo y había que conducir lo que el cuerpo aguantara, aunque él tuvo buen maestro: en la posguerra, su padre llevaba camiones rebosantes de pollos durante la noche, de forma que apuraba dos viajes de ida y vuelta de Lleida a Barcelona. Cuando se le entrecerraban los ojos, se obligaba a parar en La Riba, donde se bajaba los pantalones para sentarse sobre la roca helada hasta despejarse con su propio grito. Ambos soportaron el camión gracias a la música. Ramón tocaba mentalmente y tarareaba, mientras que Martí hacía acopio de casetes de Neil Young y Leonard Cohen para que le acompañaran en la soledad de la cabina.

El estereotipo del camionero –un hombre rudo, aficionado al alcohol y a El Fary– quedaba muy lejos de mi cultivado tío, por ello cuando leí en el Financial Times “Faltan 400.000 camioneros en Europa”, pensé en los abusos de este sector que siempre ha tenido tan mala prensa, aunque garantice los suministros que nos permiten vivir como hemos aprendido, sin carencias. Los jóvenes rehúyen sus volantes; ven una profesión abusada a la que encima miramos con desdén.

En EE.UU. los camiones autónomos han empezado a rodar y todo apunta a que este será el futuro. Pero ¿y mientras tanto? Brecht afirmaba que “las crisis se producen cuando lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. Y la estampa de los camiones vacíos esperando a veteranos ­para arrancarlos, cuando no a inmigrantes con salarios cada vez más bajos, conforma una imagen distópica que debería bastar para no seguir denigrando el oficio de camionero. Hasta que lleguen los robots.

Artículo publicado en La Vanguardia el 18 de octubre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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