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Un nuevo contrato sexual

E. Munch – Dance of life

En las tiendas de ropa para chicas suena música cantada en voz baja por hombres. Mientras ellas eligen sus sudaderas, crop tops y pantalones de campana –el nuevo uniforme de las centennials –, ellos encadenan susurros. Sus ritmos fusionan el trap y la electrónica, produciendo el temblor de la voz procesada por la máquina. En Brandy Melville, C. Tangana repite una y otra vez “ella me dejó de querer cuando menos lo esperaba”. Del probador salen muchachas con faldas cortas de estampado provenzal, y al rato se prueban chándals oversized . Muestran y esconden su cuerpo en ese ilusionismo mental que promueve la escuela de TikTok , ajenas al cantante que perpetúa su lamento. En Brownie, el artista urbano Jesse Baez pronuncia con su boquita de piñón “quiéreme, que todavía estoy vivo” y “ hazme sentir que nunca te irás”. Da una pena terrible. Imagino a todas las parejas de teens que habrán escuchado el tema uniendo sus cabezas. Las madres se fijan más en las letras que las hijas, que andan metidas en sus auriculares mientras hacen cola; todas parecen hermanas: anillos en los diez dedos, melenas que caen como cortinas, Converse All Star. A una se le escapan los acordes que escucha con los ojos cerrados. Es Perra , de Rigoberta Bandini: “Esto de nacer mujeres / En el tiempo de despuntes / Es difícil, no sé por dónde empezar / Si yo pudiera ser perra / Por favor, dejadme serlo / Solo pido ir sin correa a pasear”. Y en mi cabeza se conforma un medley de ritmos rotos con las dos letras: “Yo nací para ser perra”, dice la una, “Te siento distante”, el otro.

Vivimos inmersos en la era de la confesión. Las actrices que entrevisto me cuentan su predilección por las biografías. Y los volúmenes sobre la muerte del padre –algo menos de la madre–, la experiencia de abusos sexuales, la marca de las drogas, la enfermedad mental, la anorexia o el sexo convertido en adicción han proliferado hasta convertir la no ficción en una nueva categoría de best sellers.

Casi todos llevamos una novela escrita en nuestra imaginación; creemos tener una historia singular que trepa por las paredes de las vidas pequeñas. En parte es verdad, pues toda experiencia es única y singular. Pero los trovadores medievales ya cantaban la tristeza ante la lejanía de la amada como ahora hace C. Tangana. La paradoja reside en que hoy, cuando el romanticismo ha sido combatido por su toxicidad, sean jóvenes tatuados quienes riman sus letras en cuadriláteros de la­drillo mostrándose perdidos en la intersección identitaria.

Sus contemporáneas también se desnudan, pero no al estilo Jane Austen. Zahara acaba de publicar Puta, un disco que analiza la necesidad de gustar y del poder destructivo de las imposiciones, de lo que se espera de una chica cool . “Ser la chica cool significa que eres una mujer sexy, brillante y divertida que adora el fútbol, el póquer, los chistes sucios y eructar, que juega a los videojuegos, bebe cerveza barata, ama el sexo anal y los tríos, devora perritos calientes, arreglándoselas al tiempo para mantener una talla 36 porque las chicas cool, sobre todo, están buenas”, reza el monólogo de Perdida (Gone girl) , la novela de Gillian Flynn, que Manuel Arias Maldonado cita en su libro (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (Anagrama). El autor anima a revisar las patologías del deseo y recomienda la autoconciencia y la ironía para entender las relaciones de hombres y mujeres basadas en la igualdad, moral, jurídica, política. Hombres que transitan por un tupido tejido sentimental y mujeres que se replantean su lugar en el mundo. Ellos hacia adentro, ellas hacia fuera, en busca de un nuevo contrato sexual que arranque de la cooperación y la eman­cipación emocional de aquellos (hombres y mujeres) vencidos por el desamor y la furia de la identidad.

La Vanguardia, 15 de Mayo 2021

Publicado en Artículos La Vanguardia

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