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Mala mujer

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Los estercoleros de Twitter y Facebook han chapoteado en su propia inmundicia, amasando odio y propagándolo con lengua muy sucia, ante el terrible desenlace de la desaparición de Gabriel Cruz, el pequeño de Níjar nacido de Patricia y Ángel, pero ahora hijo y nieto de España entera. Su sonrisa, su inocencia, su amor por el mar, sus 22 kilos: todo eso lo siente como suyo un país soliviantado por el mal, atrapado en un suceso contado a capítulos que va supurando morbo a medida que se alimenta la narración y se abren sus costados.

Ocurre pocos días después de las manifestaciones feministas que han metido en la agenda política el debate de la igualdad real –hasta ahora esquinado, con la teoría bien aprendida y la práctica desastrada–. El pasado 28 de febrero buceaba en este mismo espacio en el componente genérico de violencia y agresividad. Los hombres también copan los rankings luctuosos, los de crímenes y suicidios. Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), más del 90% de los homicidas a nivel mundial lo son. Se trata de datos fríos, constantes, indomables. La masculinidad pide a gritos una reformulación, pero, que nadie crea en la santificación universal de las mujeres ni en que su genética las ­exonera del mal.

Desde Medea hasta aquella Mónica Juanatey, mentirosa y calculadora, que ahogó a su hijo de 9 años en la bañera y siguió cobrando el subsidio de desempleo con la prestación de madre soltera durante 28 meses, o la veinteañera que golpeó mortalmente a su bebé en Florida hace un par de años porque no le dejaba jugar al videojuego Farmville. La desnaturalización de la maternidad siempre se ha vivido como una anomalía aberrante. Mucho se ha abundado en el mito de la mala madre, formulado invariablemente desde el modelo dual de la pérfida progenitora y la amantísima pero débil mamma. Probablemente no soportaríamos los cuentos infantiles si, en lugar de la madrastra, fuera la propia madre quien desea que Hänsel y Gretel mueran en el bosque. De ahí esa terrorífica figura de la madre postiza, la que se convierte en adversaria por el amor paterno y lucha para postergar al que no es fruto de su vientre. Cuando las parejas se separan, siempre existe cierta prevención hacia la novia de papá o el novio de mamá. La madurez de una sociedad se mide por su capacidad de adaptación: cómo se encajan las nuevas familias y construyen un nuevo orden en el que la aceptación y el esfuerzo son las bases. El crimen de Gabriel se circunscribe de nuevo en la dicotomía bondad-maldad. La presunta asesina, sobreactuada y perversa, frente a la madre que elimina el odio del recuerdo de su hijo, dispuesta a transformar el dolor desgarrado en un ejemplo de vida.

Publicado en La Vanguardia

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