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Orgullo con champán

harpers-bazaar-1867

En octubre de 2001, apenas un mes después del atentado de las Torres Gemelas, entré en el despacho de Glenda Bailey, una británica neoyorquinizada lo suficientemente excéntrica y buena periodista como para tomar el mando de Harper´s Bazaar –este año celebró su quince cumpleaños al frente de la histórica cabecera–. Tras describirme las nubes negras que sobrevolaban el Hudson y que contemplaba con horror desde su amplio ventanal de la Hearst Tower –en la 57 con la 8ª–, le pregunté cuál era su estado de ánimo y el de la redacción, a lo que respondió que, tras el hundimiento anímico, se había impuesto llevar tacones, más altos aún de lo habitual, para elevar la autoestima pisando fuerte. Los tacones como un acto de resistencia. En aquel momento me impresionó el gesto, histriónico pero a la vez cargado de simbología. La fe en el estilo sobreponía del abatimiento. Lo hubiera podido suscribir Diana Vreeland, la mujer que le confirió a la publicación el carácter de Biblia del nuevo gusto a mitad del siglo XX: “El estilo te ayuda a bajar las escaleras, a levantarte por la mañana. Es una forma de vida. Sin él no eres nadie. Y no hablo de ropa” sentenció.

El sábado 2 de noviembre de 1867 apareció el primer ejemplar de Harper’s Bazar, entonces escrito con una sola ‘a’. Aquel fue un año de avances: el cirujano y aristócrata Joseph Lister realizó en Glasgow la primera intervención quirúrgica bajo condiciones de asepsia, Alfred Nobel inventó la nitroglicerina y Karl Marx publicó el primer tomo de “El capital”. La engrasada maquinaria de la Revolución Industrial había puesto toda marcha hacía el progreso, aún un horizonte nítido. En ese contexto, la revista se presentaba como “un almanaque de moda, placer e instrucción”. En sus páginas colaborarían Henry James, Jack London o Normal Mailer, Man Ray, Henri Cartier-Bresson o Robert Frank y sus americanos tristes.

Pocos hubieran apostado a que 150 más tarde no solo estaría más viva que nunca, sino que tendría 32 ediciones internacionales. En su larga etapa, Glenda Bailey ha elegido con habilidad a políticas y actrices en sus portadas. Y aunque ya hubieran posado Lauren Bacall o Audrey Hepburn, abrió el canon, atreviéndose con Lena Dunham, Beyoncé y Lady Gaga. Y para este aniversario Madonna –una de sus más cercanas amigas junto con Dona Karan o Hillary Clinton– ocupó la portada con una reivindicación que podía leerse en plural: “Dicen que soy polémica, pero lo más controvertido que he hecho ha sido mantenerme”.

Esta semana, en la madrileña Casa Velázquez –territorio francés donde residen artistas becados–,con uno de los mejores atardeceres de la villa, se celebró el 150 aniversario desde la edición española. Una Naty Abascal con paso de gacela, porque para ella la vida es una inagotable pasarela, desplegó encantos y bordados de inspiración española que tanto se llevan en París. Con Paz Vega, que desde que se cortó el pelo y cumplió años recobró el amor de las editoras, o Verónica Echegui, el mejor ritmo de la noche, Macarena Gómez y las modelos Ariadne Aritles y Teresa Baca bailó la nueva directora de Bazaar, Yolanda Sacristán (ex Vogue). Las directoras no suelen invitar a otras directoras a sus fiestas, pero algunas escapamos a esa norma no escrita, otra veleidad más del sector. Recuerdo cuando Daniela Cattaneo, italiana pragmática que estuvo en Vogue, me espetó en un ascensor de la Castellana:” pero qué barbaridad estos almuerzos entre directoras, si somos competencia feroz. En Italia es impensable”. Emocionada,Yolanda Sacristán anunció su regreso Hearst (antes Hachette)–a veces los periodistas acaban donde empezaron, fieles al eterno retorno nietzscheano–, y la noche se alargó hasta bien entrada la madrugada, Sacristán, junto a la editora Benedetta Poletti, destacó una palabra: “orgullo”. El de la prensa en papel, el de su misión en la moda, el del histórico legado. Justo cuando el clamor del World Pride 2017 ha oxigenado un Madrid con brisa. Hasta el Prado y el Thyssen celebran “El amor diverso” y “La mirada del otro. Escenarios para la diferencia”, adorando a Caravaggio, Bronzino, Goya o Bacon. Dicen que la ciudad recibe dos millones y medio de visitantes estos días, pero se diluyen mejor que el guirigay de guiris gays, heteros e incluso alienígenas que atestan la sufrida Barcelona. Orgullo y estilo, dos estados de ánimo que engordan con buenas dosis de terquedad y champán.

Publicado en La Vanguardia

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