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Opiniones contundentes

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Tener la razón no solo es una forma de afianzarse, de apoltronarse con la espalda erguida y los pies en el suelo, de saberse del lado de la luz y la verdad, también es una vía para adquirir prestigio, y a la vez de perderlo. Cuando nuestra razón tropieza, emprendemos la travesía del converso: aquello que sosteníamos se desmorona, no sin cierta renuencia, pero somos incapaces ya de seguir defendiendo el equívoco, y por tanto nos alistamos a la razón ajena adoptando como nuestra –a menudo con vehemencia– la visión del otro. Con el tiempo, hemos aprendido a que eso no significa bajar la cabeza, ni renunciar a tener ideas propias, es más, nos gustan aquellos que esgrimen su punto de vista como una posibilidad, un acaso, en lugar de imponer un dogma.

En nuestros tiempos hay urgencia por analizar, y lo que es más temerario, por sentenciar y sacar conclusiones. Cuando sigo las tertulias, sobre todo las radiofónicas, envidio esas salidas inesperadas que noquean al contrincante. A veces son ocurrencias jugosas, otras en cambio son trampas habilidosas, golpes de efecto. Algunos se defienden de los ataques con audacia y humor, a ellos no les debe remorder el llamado “espíritu de la escalera” que nos asuela a la mayoría de los mortales, a quienes se nos ocurre la respuesta brillante cuando ya han pasado ocho horas. La vida, fuera de micrófonos y platós, requiere una reflexión sosegada más que una ocurrente rotundidad. Así lo explica, sobre todo, ese tono con el que muchos acaban sellando su opinión. Haruki Murakami trata de ello en su último libro, De qué hablo cuando hablo de escribir (Tusquets). “¿Pero acaso nuestro mundo no exige que emitamos a toda prisa juicios de negro o blanco?”, se pregunta, y añade que en muchas encuestas demoscópicas no se tiene en cuenta la opción “no sabe/no contesta”, que es la opción en la que él, cuando escribe, se siente más confortable. “Una razón importante es que mi cabeza no funciona tan rápido (y es una razón de mucho peso). También, que me he visto obligado a pasar en varias ocasiones por la amarga experiencia de enmendar conclusiones precitadas e incorrectas”.

Hoy, el dedo índice se ha convertido en el mayor aliado de la precipitación, e incluso del desvarío. Cuántas veces, al preguntarme por un asunto, hubiera deseado responder “no sé/no contesto”, igual que Murakami. No debería ser ningún hándicap que un contertulio pudiese decir bien alto: “de este tema no tengo una opinión formada”. Pero el juicio de valor es moneda de circulación constante. Y en España no se nos ha educado de la forma que señalaba Ortega y Gasset: “siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas”. Aquí, la tradición cainita afianza sus posiciones, que cabalgan entre el desprecio y la indiferencia y que siguen empeñándose en quitarse la razón mutuamente. Por puro vicio.

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