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Las buenas chicas malas

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Kate Moss logró transcender su destino: el de una inglesa de barrio, de Croydon (al sur de Londres), como Amy Winehouse. Minifaldera, rockera y tatuada como sus vecinas que mascaban chicle y se estrenaban precozmente en beber vodka, se erigió en icono de los noventa gracias a un anuncio de Calvin Klein y un cuerpo que aún no se había desperezado de la resaca adolescente. Pero no había otra igual. Bajita, con el mohín torcido, la piel blanca, pecas que parecían pintadas por Klimt y el pelo lacio, lucía ese erotismo propio de la mujer despeinada que se despierta con la parte de arriba de un pijama de hombre. Como pocas se salvó del estigma que penalizaba a las mujeres pequeñas, y alargó la juventud hasta difuminar su frontera: una teenager de 40 tacos que tanto se sube al yate de los Cavalli en Eivissa como en los vuelos low cost para no faltar en las fiestas de la jet trash. Y allí, entre indolencia, urgencia y resistencia, demuestra la máxima de la gran Mae West: “Las chicas malas van a todas partes”, aunque pasadas de copas.

Pero, ¿por qué se conservan en los cajones tantas fotos de famosas drogándose, y en cambio las suyas salen prestas en los tabloides, agigantando su fama de mujer agarrada a un estupefaciente? ¿Por qué no se ha procurado buenos padrinos de los que untan y emblanquecen la reputación? Tras el incidente en el avión de esta semana ha salido un vídeo en el que, junto a Marc Jacobs, imitaba un viral en el que el youtuber Lohanthony canta: “Tengo un anuncio que hacer: sois idiotas”. Justo lo que le gritaba a la piloto del avión sin business class del que la desembarcaron. Dato económico: Moss sigue ganando más de 10 millones de libras al año.

En las antípodas de ese walk on the wild side, pero tan hermética, libre y elegante, se sitúa otro símbolo imperecedero del estilo: Isabel Preysler, capaz de mantener conversaciones dignas de los salones del XVIII. El otro día, en Madrid, le decía a una mujer con retranca: “Tratándose de usted, querida amiga, no me sorprendería nada que ocultara un pasado oscuro”.

A nadie se le había armado tanto escándalo por el número de baños de su casa, hasta el extremo de considerarse “el gran meadero”. Veleidades de clase, comparadas con su biblioteca, un auténtico monumento que alberga las obras completas de Voltaire, los ensayos de Paul Feyerabend, uno de los autores favoritos de Boyer, y, curiosamente, toda la obra de Mario Vargas Llosa. El anuncio oficioso de ¡Hola! de la amistad entre ellos, ha arrebatado a España entera. Capaz de hacer sentir a sus invitados príncipes y zarinas, la discreción siempre ha sido su sello, pero la ironía y una transgresión chispeante también le han pertenecido. Hace años, Vargas Llosa escribió: “Las mujeres hermosas no salen en revistas, las ojean en el médico… Y se tragan el fútbol a cambio de un beso”. Pero Preysler es de las que sólo traga si quiere, poseedora del don de despedirse lanzando besos pequeños.

Pasión por la vida / Pedro Zerolo

Era un hombre delicado y a la vez combativo, dos características difíciles de acompasar, y más en un político. Ojos abiertos como platos y ese acento isleño que siempre facilitaba las cosas. Coincidimos unas Navidades en Venecia comiendo un plato de lentejas, porque el activista pro igualdad, símbolo de la causa gay y con las convicciones a pecho descubierto, también era un hombre exquisito que paseaba entre jardines decadentes y palacios abandonados. Empujó la ley del matrimonio homosexual (una de las escasas ocasiones en que España ha sido pionera en algo). Y cuando asesinaban a una mujer, sólo por ser mujer, se ocupaba de que permaneciera su memoria. La que ahora le debemos a quien luchó contra el cáncer de pie, con la cabeza alta.

Letras con ron / Leonardo Padura

Pluma cubana como pocas, diestro en combinar lo criollo con el refinamiento propio de quien nunca tuvo prisa y decidió quedarse en la isla para dedicarse a escribir durante y de un periodo crucial en la historia de su país –además de conjugar el verbo resolver que tantas horas ocupa a quienes viven en la isla– . Como en compaginar la novela con el periodismo o los guiones de cine. Leonardo Padura ha sido merecedor del primer premio Princesa de Asturias de las Letras, una excentricidad que lleva el nombre de una princesita de nueve años, que él celebrará bebiendo ron y fumando habanos. La suya es, como él mismo ha confesado, “una relación muy visceral con la idiosincrasia cubana”. Afortunadamente.

El primer consorte / Felipe de Edimburgo

El de consorte es un papel ingrato, y más cuando al lado se tiene a alguien que derrocha poder y autoridad, además del cariño de la mayoría de sus súbditos: Inglaterra entera, ha soñado con tomar el té con la Reina. Quizá por eso Felipe de Edimburgo, que cumple estos días 94 años, amigo del polo, los barcos, las faldas y la caza, acostumbra a decir en voz alta lo que se le pasa por la cabeza: desde preguntarle a una anciana, cubierta con una manta de aluminio, si la iban a “meter en el horno” hasta confesarle a una joven y vistosa compatriota que podrían arrestarle por bajarle la cremallera, o considerar que todo lo foráneo es “raro” y peor que lo británico, cuando él nació en Grecia y por sus venas corre sangre danesa y germana. Los huraños suelen tener razones para serlo.

(La Vanguardia)

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