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Extrañas confesiones

freud divan

Al principio, el silencio se instala en el reposacabezas con educada indiferencia y un muro imaginario se alza entre los asientos, como en algunas clases business donde en el brazo de la butaca se esconde una hoja de metacrilato a fin de separar tu aliento del de la persona de al lado. Te acomodas y te dices: ocho horas para dormir o leer. Aguardas, optimista, que tu compañera de viaje no sea una pelma y que coincida contigo en atesorar la soledad viajera de un vuelo sin turbulencias. Se te cae el chal. Lo recoge. Le das las gracias, sonríe, y sin saber por qué, a los quince minutos le estás contando tu vida. No sólo es eso. A esa extraña que ya se ha bebido dos vinos blancos porque le da respeto volar y prefiere adormilarse, llegas a pedirle opinión sobre un dilema que no has acertado a discernir ni con la ayuda de un doble de Freud. La conversación es entretenida y blanda, con cacahuetes, como delante del fuego. Al llegar a destino os intercambiáis los teléfonos y os despedís con un abrazo. Incluso proponéis visitaros, pero en el instante en que atravesáis la puerta giratoria que os devuelve a la rutina, sabéis que nunca más os volveréis a cruzar.

Lo llaman “la fuerza de los lazos débiles”, y viene a ser como un baño de autocomplacencia para soportarnos. ¿Por qué confiamos en extraños? ¿A qué vienen esas confidencias con gente de paso, con un compañero de un viaje en tren o de una sala de espera? Los secretos anónimos que día a día se revelan a taxistas, entrenadores, peluqueros o enfermeras son todo un clásico. Antes fueron los mozos de cuadra, los limpiabotas, las madames y los conserjes o los ascensoristas. Sea como sea, persiste un instinto que empuja al ser humano a interactuar con quien está un peldaño por debajo en busca de aprobación.

Según los estudios realizados por el sociólogo de Harvard Mario Luis Small, confiamos en los extraños más de lo que pensamos. “Alguien que no esté contaminado -nos decimos-, que pueda dar una opinión neutral”. Un complaciente autoengaño, pues, al igual que cuando nos enamoramos, seleccionamos lo más encantador e interesante de nuestra biografía. Los lazos débiles se forjan como nunca a través de internet: producen pálpitos, sonrisas, y te halagan como no lo hace tu cónyuge. Los amigos virtuales son más inconsistentes, pero también más ligeros que los reales, aunque ocupan tantas o más horas que los segundos. Los españoles dedicamos, de media, una hora y cuarenta y cinco minutos diarios a trastear con las redes sociales. Nuestra sociedad neonómada aísla tanto como acerca a extraños. Lo dejó bien dicho Blanche en Un tranvía llamado Deseo: “Ahora me toca confiar en la amabilidad de los desconocidos”.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. JOSÉ ALFONSO ROMERO P.SEGUÍN JOSÉ ALFONSO ROMERO P.SEGUÍN

    “Los lazos débiles”, nacen de una fortaleza olvidada o jamás practicada, la de la universal fraternidad a que nos debemos.
    Interesante reflexión sobre las relaciones maquinales entre humanos.
    Recibe un fraternal abrazo.

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