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Calamidades viajeras

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Hubo un día en que la mística del viajero, que antaño embarcaba en el camarote de un transatlántico o en un vagón de tren desde el que contemplaba el paisaje huidizo, se convirtió en prosa barata. Mucho tuvo que ver la aeronáutica, y no me refiero a aquellos aparatos de hélices que pilotaba la gran Amelia Earhart. La búsqueda de rentabilidad por parte de las líneas aéreas obligó a estrechar los asientos, y no sólo eso, sino también a tratar como rebaño a los pasajeros, no tanto por mala voluntad como por ausencia de ella. Los aeropuertos fueron creciendo al ritmo del neonomadismo global, funcionalmente asépticos, lejos de humanizar protocolos.

De entre el surtido de inclemencias que soportar, el viajero debe aprender a convivir, además de con retrasos, cancelaciones y overbookings, con megafonías para sordos. “Llevo tapones en el bolso para sobrevivir”, me decía una amiga que ha recuperado la fe en sí misma debido a la creciente demanda de vagones silenciosos. “Ves, no estamos locas, no es normal el nivel de decibelios que nos imponen en el espacio público”. Ella es una de los miles de viajeros habituales que convive como puede con el estruendo nacional. En el puente aéreo, la última tortura consiste en poner repetidamente la misma canción en el despegue y el aterrizaje, a modo de himno: “lunes, martes, miércoles, jueves…”, un alarde promocional de la música española de dudoso gusto. Ahora los aviones, cuando toman tierra, ruedan por la pista -durante largos y exasperantes minutos- hasta engancharse al finger, y así la cancioncilla en cuestión suena una y otra vez, hiriendo nuestra sensibilidad auditiva.

Y es que nos hemos acostumbrado a aguantar todo tipo de calamidades: a que nos pierdan las maletas, como si formara parte de las reglas de juego del viaje (y a que nos den cuatro chavos si no aparecen); a que nos suban en las llamadas jardineras -esos autobuses sin apenas asientos- y nos encierren allí con frío o calor. Las penurias del viajero superan sus derechos, más cuando no existe una normativa internacional que regule los excesos de equipaje, el reembolso de billetes o la indemnización por retrasos de más de tres horas. Y, por si todo ello no fuera suficiente, en las estaciones del AVE se ha impuesto una nueva moda: “carritos, no, gracias”. Estas Navidades, el espectáculo de los pasajeros que llegaban con niños a Madrid o a Barcelona cargados de maletas y bolsas de regalos parecía propio de aquella España que nuestros padres arrastraban a cuestas. “Desde que despidieron a los empleados que reponían los carros, hará un par de años, casi nunca encuentras uno”, me explicó un empleado. Una medida que vulnera cualquier protocolo de atención al cliente, pero si te quejas a Renfe, te dicen tan panchos: “Haber llevado menos equipaje”. ¿Qué clase de atrasos son estos, en tiempo de drones, Rosettas y Phineas?

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. Jose Arriaga Ramirez Jose Arriaga Ramirez

    Es en verdad una verdadera experiencia ser viajero, esta a bien decir que en cada salida o viaje te encuentras con nuevas experiencias, unas buenas, malas incluso chuscas pero de alguna forma es lo que esperas al viajar, fabricar anécdotas irrepetibles y amenas

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