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El perro

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Ah cuando los moribundos vuelven a la vida después de un viaje solitario por el dolor y las sondas. Cuando van despertando sus pulmones callados, el corazón tímido, el estómago esquivo. “Ya toma líquidos”, dicen. Es una señal de oro, el zumo que se acomoda a la boca para recorrer dócilmente el laberinto de órganos. Después viene el simulacro de la ducha, la bendición de sentir el chorro del agua caliente deslizándose sobre el cuerpo, aunque sólo sea un trozo de carne. En una habitación de hospital, la vida de afuera permanece ajena, tan lejos con sus risas y sus motores. Y no digamos si ese cuarto es el de una paciente infectada por el virus del Ébola y que durante su agonía sólo pudo ver rostros humanos por el teléfono.

El viernes, El País reproducía una conversación de Teresa Romero con su marido: “No quiero entrevistas, lo que yo necesito es a mi perro”. “¡Sólo quiero que me den a mi perro… ¿Qué le han hecho a mi perro esos hijos de su madre? ¡¿Por qué me lo han matado?!”, se oye gritar a Teresa, llena de rabia e impotencia, escribía el periodista José Antonio Hernández.

Traspasar la intimidad de ese cuarto del hospital es algo así como llegar hasta el fondo de una mina. Y no sólo por el peligro letal y las escafandras, sino por escenificar el estado de ánimo de un ser humano víctima de una gestión política de pandereta en la cual el consejero de Sanidad llegó a acusarla, sumida en estado de extrema gravedad, de mentirosa. También porque delata una psicosis que, al margen de la ética animalista que tanto ha calado en nuestra sociedad, decidió matar al perro sin seguir protocolo alguno, en una expresión de ridícula firmeza.

Cuál debe de ser el grado de desesperación al regresar desde las mortajas a la vida, sin aquello que tanto sentido le daba. Excalibur, la espada del rey Arturo, un curioso nombre para un american stafford, fue fulminado por una praxis chapucera que, lejos de modales europeos, lo hizo a la manera de una tribu supersticiosa.

Como tantos, he seguido testigo admirada del amor que se profesan los animales y sus dueños. De cómo se parecen: en realidad hablar del animal significa hablar de ellos mismos. Cuando murió mi abuelo su perra Ona, cada tarde a la hora en que él tocaba a Bach y La cumparsita, se enroscaba en los pedales del piano y gemía. No podía haber elegido más certeras palabras Lord Byron para despedir a su terranova, Boatswain: “Tenía todas las virtudes humanas sin ninguno de sus defectos”. La historia está cosida de historias sentimentales de gran calado donde a menudo prevalece el sentimiento de indefensión del animal, escuetamente protegido por las leyes.

En una habitación del hospital Carlos III una moribunda regresa a la vida con rabia y duelo. Y con una historia que cuestiona si este país está preparado para la emergencia. En esta ocasión Josef K fue el perro. Pero lo podemos ser todos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. JOSEP JOSEP

    CADA DIA ESCRIBE MEJOR,BRAVO

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