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Cuando aún llamaba el cartero

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Hubo un tiempo en que las cartas servían como consuelo e incluso creaban adicción; podían ser un jarro de agua fría o un cuchillo afilado; también una manera de pensar con medio cuerpo volcado con intensidad y concentración sobre la cuartillla. Una conversación apasionada y a la vez silenciosa con el destinatario. El género epistolar representó una forma de civilización que alambraba la intimidad y la cosa pública. Su influencia se especializó tanto en las cartas de amor que proclamaban la imposibilidad de amar -confesando dulcemente la congoja del sentimiento no correspondido- como en las cartas históricas que alertaban sobre la guerra y buscaban la paz. Soledad, utopía, compañía, conspiración, confidencias, dolor y pérdida, peticiones, abandonos, despedidas… Qué lejos ha quedado aquel tiempo donde la hoja metálica del abrecartas rasgaba el sobre y en el gesto impaciente a veces se quebraba una esquina de papel. O en que la punta de lengua ensalivaba el triángulo gomoso para sellar el mensaje. Ese ritual que entretuvo a reyes y gobernadores, escritores y cortesanas, conspiradores, amantes y amigos, familias, gente corriente que mientras escribía a la vez se explicaba a sí misma.

Hoy, los buzones de correos se han hecho invisibles. Siguen estando en las aceras, en menor cantidad, como los carteros, pero su ascendencia social ha sido reemplazada por ingenieros informáticos y sistemas operativos que parecen actuar con mayor precisión que la mente humana, aunque fallen.

Ya casi nadie se manda cartas. Sólo los bancos porque incluso las administraciones abrazan la telemática. Acaso los presos que no tienen acceso ni derecho a un ordenador y que según en que países se hallen, deben de aguardar varios meses en recibir respuesta. Porque tras la revolución de internet, sólo cuatro locos románticos están dispuestos a alargar la espera sin desafiar el tiempo y la distancia que ha vencido la inmediatez de la red. “Lo que ha hecho el correo electrónico es acelerar el eclipse epistolar. Permite indudablemente la carta de larga extensión, pero de hecho la constriñe. Acostumbramos a disculparnos si enviamos un correo electrónico que consideramos de extensión excesiva. También se disculpaba uno por una carta demasiado larga, pero era parte de la retórica epistolar, y no una limitación inducida, como ocurre con el envío electrónico”, expone Valentí Puig en una deliciosa y a la vez caprichosa antología de cartas firmadas por celebridades: A la carta. Cuando la correspondencia era un arte (Elba). Gandhi a Hitler, Emilia Pardo Bazán a Galdós, Josep Pla a Lilian Hirsch, Ortega y Gasset a su padre, Elvis Presley a Nixon, Abraham Lincoln al profesor de su hijo: “enséñele si puede a reír cuando esté triste…”. No todas se encuentran en la red, de igual manera que una contraseña nunca equivaldrá al lacre para sellar un secreto. Cartas sin nostalgia pero con memoria.

(La Vanguardia)

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