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El placer del ridículo

Obama_selfie

De la misma forma que en internet arrasan las fotogalerías porque basta con mover el cursor para ir recorriendo una narración visual ya sea de los Grammy, del huracán de Filipinas o de la boda del hijo de José Manuel Lara, los rankings de fin de año resultan un tentador almanaque con cromos que nos convierte en espectadores y jueces de la realidad más mediática. Desde un púlpito imaginario, vemos desfilar las listas de los más algo, pero los repasos resultan tediosos en un mundo lleno de ventiladores virales que propulsan la misma información una y mil veces. Hoy todo es cuestión de enfoque y de punto de vista, de USP -unique selling position-. Y en esa recolección de personajes destacados, momentos solemnes, hitos, tragedias y anécdotas, lo que continúa vendiendo más es la estrepitosa caída. O sea, los que más la han pifiado. De la misma forma que los individuos, cuando alguien se rompe la crisma, ríen en una especie de acto reflejo, el error y muy especialmente el ridículo de los otros, suele proporcionar un placer vivificante.

En verdad es trágica esta característica de la condición humana. Cómo nuestras emociones se deleitan con el patinazo ajeno, aunque nuestra moral nos dicte compasión y respeto. Dice Alberto Oliverio en Cerebro que “los juicios morales son naturales cuando son inmediatos y surgen de la emoción, de una empatía inmediata antes que de una racionalidad fría”. Y me pregunto por qué seguimos considerando las emociones propias del cuerpo caliente, y la razón como un sistema frío. Ese ha sido el error de la revista Time escogiendo las mejores pifias de alcaldes del año. ¿Cuál es la confusión, si no, que lleva a comparar la justificación del japonés Toru Hashimoto de que las violaciones durante la Segunda Guerra Mundial eran necesarias para relajar a los soldados, con el relaxing cup of café con leche de Ana Botella? Si bien la alcaldesa de Madrid produjo vergüenza ajena con su histriónica presentación, su desliz fue formal y además linda con una de las fantasías más fangosas que a menudo nos persiguen: el pánico al ridículo. Ese pellizco de ansiedad que siempre produce la exposición pública, desde hacer una pregunta en clase a tener que hablar frente a un auditorio.

Para redondearlo, la moda de las selfies -esas fotos que se hace uno a sí mismo, con poses y gestos grotescos, muecas y absurdos ademanes de victoria- pone en evidencia la sonrojante idiotez humana. Como la de Obama ante la primera ministra danesa, igual que un colegial, Cameron de sujetavelas y Michelle con celoso rictus de ofensa. Acaso se deba a la serendipia de la cámara del fotógrafo, un soplo de instante que puede ser leído con maldad. La red contribuye a que el ridículo hoy alcance cotas nunca vistas. Pero siempre ha habido un ojo dispuesto a congelar ese instante en que la dignidad se arruga.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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