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Puesta de rosa

Existen más días internacionales que fechas en el calendario. Enfermedades, causas perdidas, quimeras como el día universal del ahorro, o ambiciones morales como el día internacional para la Tolerancia. Los estériles, las menopáusicas, los meteorólogos, la propiedad intelectual o la sequía tienen derecho a un día señalado en rojo en el que se orquesta un programa de actos como percha mediática.

Mi recuerdo más compacto sobre la obligación de salir de uno mismo para contribuir a una cruzada ajena es, sin lugar a dudas, el Domund, ese día en que, al igual que en la Palma o l’Aplec, deseábamos que luciera el sol porque ni su crudo leitmotiv despojaba al Domund de su carácter festivo, rociado de esa condescendencia que emana de la caridad. Con los años, pasamos del regocijo que significaba llevar una hucha con negritos y estampar pegatinas en la solapa, a pensar si aquello servía para algo.

Lo mismo que sentí al escuchar a Michelle Bachelet explicando el objetivo del día internacional de la Niña, que se celebró por primera vez el pasado viernes, y que en España pasó por el Bernabeu. Así es, los publicistas de la ONU consiguieron iluminar de rosa el Empire State, las cataratas del Niágara, las pirámides de Egipto o la Sirenita de Copenhague.

En España, el emblema escogido fue la fachada principal del estadio madridista -el merengue Wert ya debía de estar tras la pista con su ansioso programa de españolización-. Por una noche, el campo rosificó su faz y dulcificó a sus hidras con un coro de cuarenta niños. Y me pregunto si el balance entre gastos y beneficios es positivo. Si asistir a esos espectáculos de luces que mudan el paisaje y te abstraen -como me ocurre con la torre Eiffel cada vez que brilla con sus lentejuelas- puede encender conciencias y activar donaciones. Contribuir no sólo a recordar, sino a levantarse de la silla por los 75 millones de niñas que no pueden ir a la escuela, o los ¡400 millones! de niñas forzadas a casarse siendo menores de edad. La pasada semana, en Pakistán, le metieron una bala en la cabeza a Malala Yousufzai, de catorce años, por defender el derecho a estudiar.

Ni de lejos nos acercamos a cumplir el segundo objetivo del milenio: la escolarización obligatoria y garantizada, aunque no exista otra llave para escapar de la barbarie. Bien lo saben los talibanes, que impiden que las niñas aprendan para que no se rebelen. O el Gobierno iraní, que ahora prohíbe más de setenta carreras a las mujeres -idiomas, literatura, informática…- porque “las empresas no están interesadas en contratarlas”. Integrismo, violencia, retroceso, mordaza. ¿Cómo combatirlo? ¿Recortando en solidaridad e invirtiendo en decoración? Iluminar un edificio emblemático, según consulto a empresas del sector, cuesta aproximadamente unos 30.000 euros. Educar a una niña en los países citados, como bien sabe la ONU, entre 50 y 70.

(La Vanguardia)

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