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Maldades literarias

¿Por qué cada año nos hacen creer que aún se mantiene el suspense en la elección del premio Planeta a pocas horas de su entrega, cuando ganador y finalista están sentados en las mesas, mudos en su desasosiego, al conocer de antemano el resultado? Por el ritual. Por los pseudónimos, tan enrocados. Las quinielas de la mesa. Las plicas impacientes. También por la tradición que convierte esta noche en un acontecimiento social en el que todo el mundo quiere ver y ser visto, y que incluso es capaz de transmitir un beneficio simbólico a sus invitados.

Pienso en los libros anónimos que pueden haber llegado a las oficinas de Carles Revés para acariciar el sueño del Planeta, dispuestos a ser identificados como oro negro. Y en el entramado de agentes, editores y lectores que informan y discriminan lo interesante de lo mediocre, sabiendo que no siempre el éxito acompaña al talento. Porque la historia de la literatura también es una historia de actos fallidos, desprecios y cegueras. Día a día, las editoriales rechazan miles de manuscritos en una sociedad donde son más quienes quieren escribir que leer. Narradores natos, todos llevamos una novela dentro, de ahí ese endiosamiento con el que a menudo despreciamos un libro, a veces porque no penetra en ninguna zona sombreada; otras, por capricho, de la misma forma en que preferimos un chicle de sandía a uno de melón. O bien porque anteponemos nuestra novela imaginaria a la real, como aquellos editores con un elevado concepto de sí mismos que protagonizaron rechazos históricos: André Gide en Gallimard, devolviendo el original de En busca del tiempo perdido (lo acabó financiando el propio Proust en Grasset); aquel individuo que le recomendó a Francis Scott Fitzgerald liquidar al personaje de Gatsby; las veintidós negativas que recibió Dublineses, o Carlos Barral, que se lamentó toda su vida de haber rechazado Cien años de soledad.

La revista cultural Flavorwire acaba de reunir una selección de quince tempranas críticas virulentas y tremendamente osadas, a menudo condicionadas por la moral o el provincianismo del crítico en cuestión, que arremetieron contra obras maestras de la literatura. Lolita era “aburrida, aburrida, aburrida, de manera pretenciosa… y repulsiva”. Cumbres borrascosas tampoco salió mejor parada: “Una mezcla de depravación vulgar y horrores antinaturales”. O la sentencia de Le Figaro: “Monsieur Flaubert no es escritor”.

Moralizantes, mordaces, dogmáticos… en las antípodas de la tibieza contemporánea; hubo un tiempo en que el crítico era dios y el editor el espíritu santo; eso ocurría cuando la crítica literaria se aceptaba como una religión, un tiempo sin nostalgias.

(La Vanguardia)

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