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Juego de damas

 

¿Por qué una mujer, cuando su marido es elegido en las urnas, debe convertirse en un ser marmóreo haciendo suyo el famoso verso de Neruda: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente»? A pesar de los cambios sociales que han equilibrado la desigualdad entre hombres y mujeres, el papel que se otorga a las llamadas «primeras damas» representa una vetusta declinación del sometimiento femenino. Y aunque los votantes hayan elegido a una persona —no a dos—, ellas reciben un claro mandato: son requeridas para colorear la foto, se las juzga por su vestuario y se las aplaude por su habilidad como florero que acompaña al prohombre en cuestión exhibiendo atributos clásicos de la esposa ideal, además de no tener pensamientos propios como ciudadanas —o al menos no verbalizarlos, aunque hay excepciones—. Lo que ha ocurrido estos días en Francia con el escándalo de Valérie Trierweiler, la novia de François Hollande, demuestra ante todo el ansia por la morbosa cultura de alcoba con guerra de celos y pasiones mal resueltas entre dos damas. «Trierweilergate» se llegó a titular el asunto, en una patética hipérbole a lo liaisons dangereuses. A pesar de que Trierweiler anunció que alguien había pirateado su cuenta de tuit para enviar un mensaje de apoyo al contrincante de Ségolène Royal —la ex del presidente de la República y madre de sus cuatro hijos—, nadie la creyó, y el país entero empezó a rugir destilando humores micromachistas bajo un traje políticamente correcto. La reacción ante este fake informa de una imperiosa necesidad de fabulación, pero también de mordaza: desde Le Monde hasta dos tercios de los franceses exigen a una mujer adulta, en este caso acostumbrada a expresar su opinión en la prensa, que renuncie a ejercer el periodismo (siguiendo el ejemplo, en su día, de Anne Sinclair).

Cierto es que existe una regla no escrita que exige a las periodistas unidas a políticos de primera línea que dejen de publicar o participar en debates para no incurrir en supuestos conflictos de intereses. El precio es elevado al compartir la vida con un líder, y no sólo por ser observadas hasta cuando tosen, sino porque muchas acaban enterrando su vocación y su trabajo y pasan al estatus de mantenidas. No basta, como en el caso de Trierweiler, que en lugar de escribir de política se haya pasado a la cultura. El sacrificio debe ser completo. José Antich se preguntaba el pasado viernes si «habría el mismo debate si ella fuera la presidenta del país respecto a su marido». El esposo de Merkel, por ejemplo, ni de lejos se ha cuestionado aparcar su trabajo como catedrático de Física Química en la Universidad de Humboldt para acompañar a la canciller en sus agónicos periplos por Europa. Porque si algo hemos aprendido tras un siglo de lucha por la igualdad, es que a nadie hay que hacerle elegir entre la bolsa o la vida.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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