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Segundo día

El segundo día de vacaciones es una especie de mudanza comprimida. Las maletas, los libros, los mosquitos… Ya sé que los mosquitos no los llevamos en el equipaje, pero empiezan a picar a partir del segundo día. Y esa idea de tocar la felicidad que ayer me aturdía, hoy adquiere un tamaño natural ante las primeras contradicciones veraniegas, como esas dos palas, que justo cuando estás dejando volar la imaginación empiezan a jugar, pim pam, sordas sobre la arena, y tú no puedes dejar de escucharlas como el grifo que gotea a medianoche. A veces nos cuesta relajarnos.

Todo el año tachando con crucecitas los asuntos pendientes en la agenda, y de repente, 24 horas sin nada que hacer. Sacarse de encima el higiénico sentimiento de la eficacia cuesta trabajo. Tengo una amiga que cada sábado necesita sacarle brillo a todo, con su mayordomo dominicano, a ritmo de merengue. Lo baila ya de maravilla, y dice que después de esas limpiezas catárticas se siente mucho mejor. Aquí, en Zahara de los Atunes, no hay cenas sociales, ni mayordomos, ni estrellas Michelín. Pescaíto frito, olas, viento y los masajes de Cristobalina. Y una playa de cinco kilómetros donde puedes encontrar tu isla.

El 62% de los españoles confiesa que diariamente dedica algo de tiempo a mirar las musarañas. Diversos gurús sostienen que no hacer absolutamente nada fortalece el sistema inmunológico. Pero a mí me causa ansiedad. La que procede de todo aquello alcanzable que has desechado porque no sabes por dónde empezar. Y desconecto del tiempo haciendo desfilar por mi cabeza todo lo que algún día quisiera hacer pero ignoro si alguna vez acordaré conmigo misma que se dan las condiciones para ello. Eso es, sin fisuras, que la luz, la música y mi ánimo coincidan, que no se oiga un pitido de coche en segunda fila. Es increíble como la gente olvida sus cosas sin pudor, sin echarlas en falta. El encargado de unos grandes almacenes me contó que un padre se dejó a su hijo en la guardería del centro. Se largó de lo más satisfecho, con su compra, solo; cuando regresó estaba blanco.

Yo olvidé mi reloj en Madrid. El inconsciente. ¡Cómo es de subjetivo el tiempo y cómo se acorta o se alarga dependiendo de tu relación con él! Pero en vacaciones, también hay días que se escurren, los ves por delante, enteros, y al caer la noche se han quedado en nada. «Señorita, se han mojado sus zapatos». La voz extraña activa mi sistema nervioso y sacudo todo el cuerpo, como una descarga eléctrica. El hombre tiene el pelo largo y rizado, huele a cerveza y lleva inscrito el peso de la vida en los pocos dientes que le quedan. «No quería asustarla» —típico, pienso, ahora me pedirá dinero y a ver cómo me lo quito de encima, me digo—. La playa está vacía. Veo en las rocas a un pescador y estoy a punto de agitar los brazos como una náufraga, hasta que con la voz más firme de la que soy capaz le digo: «Gracias». Empiezo a andar y noto su aliento en la nuca. Siento flojera, pero lo mejor es volver la cara. «Tenga, se dejaba su libro de Italo Calvino». «Ah!, gracias de nuevo». «Lo conocí en Harvard», me suelta, y me fijo en su mirada limpia. «No me diga que usted estudió en Harvard». «No, di clases», murmura. Quiero empezarle a preguntar compulsivamente, la súbita simpatía es una manera de disculparte. «Mañana se lo cuento, ahora disfrute del atardecer». Y ante nuestros ojos el sol se rompe sobre el mar como un huevo roto, creando cientos de colores mutantes, la paleta del cielo, qué pequeños somos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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