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Mr. Right y Mr. Wrong

«¿Sabes que las mujeres andamos toda la vida buscando a Mr. Right pero nos enamoramos de Mr. Wrong?», me dice mi amiga Esther, que siempre me adelanta las últimas teorías made in New York. Mientras la escucho por teléfono, contemplo la hogaza de pan tostado que voy a desayunar. Sufro. No soporto que las tostadas se enfríen, pero tratándose de los amores erráticos, el pa amb tomàquet —mi paladar, fiel a su tribu— definitivamente dejará de crujir. Sí, puede que de los Mr. Wrong busquemos la cometa, hasta que se rompe.

El amor es como una cometa, que tira y afloja, que atrae y cede, y es preciso un cómplice que sepa manejarla. Alguien que atrae las 24 horas resulta asfixiante, y alguien que vuela sin tregua ahueca el corazón. Claro, el punto medio entre Don Correcto y Don Equivocado sería la receta. No sé qué nombre ponerle. Don Punto Medio es muy feo. Para los sentimientos amorosos buscamos trajes a medida cuando en realidad el amor es una construcción. La adicción al deseo produce una especie de bipolaridad, de autoengaño; a la euforia de la conquista le sigue la nostalgia del enamorar. Luego, viene el aburrimiento. Sobre todo si además de amor, no hay ni estímulos ni misterio. «Toda la vida pensando en el hombre de nuestros sueños, y cuando lo encontramos se convierte en el de nuestras pesadillas», me dijo en una ocasión Carmen Rigalt. Las teorías de Andrew Boyd, una especie de predicador moderno, van en esa línea, y sostienen que la pareja perfecta no existe —eso ya lo sabemos—, pero afirma que sí hay diferentes modalidades de la pareja imperfecta, y que tenemos que buscar aquellas que nos complementen en lo incorrecto, hasta que nos convenzamos de que ése es el problema que queremos tener de por vida. Yo lo veo más fácil. Mientras sigas anhelando a alguien que te salve, que te rescate y que llene lo que tú no sabes llenar, seguirás siendo una perfecta Miss Wrong.

Me gusta contemplar a las parejas. Y me producen una gran desazón las que no se hablan en un restaurante. Cenan en silencio, apenas se miran, y sólo emiten sonidos con los camareros. ¿Por qué siguen insistiendo en salir a cenar? Le he preguntado a Cristobalina, la masajista, si es de las que eligen a los Mr. Wrong. «Qué dices, chiquilla, ¿para qué sufrir más en la vida?… Mi Juan me cuida como a un huerto». «Dirás como a un jardín», matizo. «No, no, un huerto, nada de finuras, cuando acaba la pasión empieza la decoración». Cristo es enigmática. No creo que se refiera al sexo, porque es de las que piensan que se le da demasiada importancia, que no hay para tanto. En sus metáforas de gurú con pies en el suelo siempre desprende un aroma cotidiano, como la del primer café del día. No sé por qué hablamos tan poco del amor cotidiano y, en cambio, somos capaces de llenar hojas y hojas sobre el amor pasional. Ni por qué es tan difícil, cuando se desea algo, saborearlo, mantenerlo en sostenuto; siempre la precipitación. Cristobalina no está receptiva: «Piensas demasiado, chiquilla».

En Zahara de los Atunes, en la bahía de Atlanterra, nunca atardece igual. El sol se pone por el mar a las 21.22 h. Cuando sopla el poniente, cae como un melocotón gigante justo en la línea del horizonte, mientras las nubes bailan. En los días opacos, con levante, el sol se anega al ponerse, como la mahonesa cortada, apenas una sombra roja, igual que los amores discretos.

(La Vanguardia)

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