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Hable con mi marido

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Fue una frase hecha en los años sesenta, cuando las mujeres no tenían derecho a una cuenta corriente propia: “Esto lo habla con mi marido”. Aunque tuvieran dotes suficientes para tratar cualquier asunto –excepto el de expender un cheque–, habían sido educadas para delegar. Se fueron emancipando por puro sentido común: qué cansino resultaba tener que recurrir al marido para comprar una enciclopedia a plazos o llamar a un fontanero. A veces abrían la puerta y empezaban a hablar con el enviado de turno, hasta que oía por el pasillo la voz de Manolo: “¿Quién es?”. Y Manolo tiraba por la borda lo que con pericia su abnegada esposa había conseguido torear, fuera la letra del banco o una queja de los vecinos.

Durante años se dijo aquella estupidez de que detrás de todo hombre importante hay una mujer ídem. Las feministas, en los noventa, reivindicábamos que debían de estar al lado, no en la retaguardia, pero aquella no era la realidad. Hasta que las mujeres empezaron a mandar y a sostener el poder, algo que, en un clima de desconfianza y de extendida maledicencia, por nada del mundo podían hacer solas. Se les buscó pigmaliones y se las redujo a meros instrumentos, rostros femeninos en portavocías y senados. No tardaron en airear las primeras fake news machistas que siempre han acompañado las leyendas de féminas bien colocadas: que si se habían acostado con el presidente, que si eran marimachos, y, cómo no, que el que en verdad mandaba era el marido.

Durante décadas, las mujeres poderosas han tenido que demostrar su independencia. Recuerdo a la querida y malograda Carme Chacón, cuando tuvo que soportar una y otra vez que se publicara en destacados que su marido influía en todas y cada una de sus decisiones, poniendo en cuestión todo un Ministerio de Defensa, con su estructura jerárquica, sus galones y consejos. La última en recibir y salir victoriosa ha sido Irene Montero: 70.000 euros les toca pagar a siete magistrados que la insultaron en un supuesto poema.

Por ello resulta tan triste, tan errático, el papel de María Dolores de Cospedal entonando el “eso lo habla con mi marido”. Y el encorchetado López del Hierro, con su chaqueta cruzada, tan sevillí y gracioso, incluso llegó a hablar en nombre del jefe de su mujer. Porque la todopoderosa Cospedal, antigua Guapa de Albacete, la joven scout de las monjas dominicas que tantas veces pidió asistencia de las feministas y le contrariaba su silencio, recurría a su marido en un paternalismo que ahora quiere disculpar, no porque estuviera mal, porque fuera indigno que una secretaria general acudiera a su churri para jugar a los ángeles de Charlie, sino porque ahora al pobre le hacen la vida imposible. Va de retro.

Publicado en La Vanguardia

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