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Acentos como narices

CLOUGH Wayne - A Very British Queue

Me recreo en los acentos ajenos y en los familiares; los unos encienden mi curiosidad, los otros influyen afanosamente en el ánimo. En los clásicos formatos televisivos en los que se les hacen preguntas transcendentes a niños –del tipo “¿quién es Dios?” o “¿qué es la justicia?”–, lo que más me arrebata son sus acentos puros, aún sin filtros, marcados de origen y aprehendidos de la tierra. Siento debilidad por los que entonan en catalán occidental, acento mucho más escaso en los medios audiovisuales que el oriental, una vieja discriminación que parece asumida. Y más aún cuando deslizan alguna palabra antigua que me hace retorcer de risa al conectar con un lugar de la memoria donde habita el reconocimiento de la tribu.

También me maravillo ante los balanceos de consonantes que parecen patinar como las eses venezolanas o las tes mexicanas, que golpean con eco. Y qué decir de las oes cubanas exhaladas desde el ombligo igual que un tenor. Son postales fonéticas que te traen el eco de orígenes lejanos, como si el viaje viniera hacia ti sin moverte de sitio. Los acentos sig­nifican pluralidad y riqueza. Un mismo idioma altera su fonética dependiendo del lugar donde hayas nacido, del barrio donde te has criado, de la gente con quien te has mezclado, de capas y capas de barnices vitales que moldean el habla y educan el oído.

A los de Jaén y Granada no se les borra la e abierta aunque lleven años fuera. En Palencia –y así lo demuestra Pablo Casado día a día– convierten a menudo la d final en z. Cuando viajo a Galicia, de forma inconsciente me mimetizo con su cantiña y empleo sus mismos diminutivos, que deshacen la ñ castellana en una n y una h, espaciándolas. No sólo se trata de una reacción empática, sino que responde a la ambición de fusionarse en el todo.

“No tener acento es imposible”, afirma Roberto Rey Agudo, director del programa de idiomas en la Universidad de Dartmouth, y añade que no existe nada parecido al inglés o al español perfecto, pulido y aséptico. “Decir que alguien no tiene acento es tan creíble como afirmar que alguien no tiene rasgos faciales”.

Porque uno puede perder el poder, el bigote y hasta la memoria, como parece haberle sucedido a José María Aznar –que ayer comparecía en el Congreso–, pero nunca su acento. No me refiero a aquel ridículo deje tejano que impostaba con su compadre George Bush jr. cuando aún no sabía inglés sino a su castellano de Valladolid, que, pese a lo que se afirma, no tiene nada de neutro. Y, en el caso de Josemari, es fosco, sibilante y sonoro en las eses y enjuto en las guturales. El acento muestra no sólo quiénes somos, también quiénes nos empeñamos en ser. Porque, igual que la familia, no sólo se hereda sino que se construye.

Imagen: ‘A very British queue’, Wayne Clough

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. rafael gracia barba rafael gracia barba

    Muy guapo……no sé que opinarían los impertinentes “pardon?” de l´Ille, cuando en Paris se empeñan en no haberte entendido…:) lo digo por este magnífico ” se empeñan en ser” …Molt bé Joana as usual..

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