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Filosofía mundana

casiraghi-charlotte

A Carolina de Mónaco, madame Caroline para los monegascos, alguien le debió advertir un día de que no fumara delante de sus niños porque esos son vicios que se mimetizan. Pero ve a toserle a una viuda joven con tres criaturas que se esconde en un pueblo de la Provenza, primero forrada de luto y después con estampados Liberty, que así es como se recuperaba Carolina, fumando todo el día entre romero y albahaca en SaintRémy. Tenía que exorcizar el vacío que deja un marido –por fin un Mr. Right en su vasta colección de Mr. Wrongs– menos tonto y pijo de lo que se creía, incluso astuto para los negocios. No hace falta hurgar en las teorías de la pulsión de muerte, que entre otros venenos amartelados incluye el tabaco, para comprobar que así fue, y su hija Carlota Casiraghi empezó a sostener el cigarro igual que ella y a aspirar el humo de forma golosa, como hacen las mujeres que fuman a gusto, succionando con placer, como si aspiraran oxígeno puro.

El mimetismo entre Carolina y Carlota ha ido mucho más allá de su forma de fumar. El de las vidas paralelas, más que un enfoque, es un género en sí mismo. Mucho tiene que ver Plutarco, padre de la sýnkrisis: la clave radica en que los sujetos comparados tengan verdaderas similitudes y que sus vidas sean ricas en anécdotas, pues, aseguraba el sabio, “estas aclaran más las cosas sobre las disposiciones naturales de los hombres que las grandes batallas ganadas”. Dos mujeres tan poderosas como vacías de poder. Su fama no responde a nada más que su pedigrí, su belleza y sus amoríos, pero su magnetismo es inexcusable. Mitterrand dijo de Carolina viuda, fascinado por su encanto, “lo que más merece es ser amada”. Muchos turistas viajan a La Roca suspirando aún por cruzárselas.

Carolina cumplirá sesenta años el próximo enero y ya se ha acomodado a las gafas de ver y los zapatos planos. Fuma menos en público, pero no acaba de encajar en el papel de abuela. Joven díscola, después de que fracasara el intento de acercarla a Carlos de Inglaterra, se casó con un parrandero, el playboy Philippe Junot, que era entonces el rey de las discotecas. Diecisiete años mayor que ella. Relaciones morbosas pero agonizantes, amores kleenex, como el de su hija Carlota con el cómico Gad Elmaleh –quince años más que ella–, padre de su primer hijo: Raphaël.

Madre e hija no sólo se parecen físicamente, huesudas de hombros, mejillas redondas, cabello azabache. Carolina se fusionó estéticamente con Chanel, erigiéndose en la más influyente modelo no oficial de la marca y Carlota hizo lo propio con Gucci, aunque ella sí cobra. Ambas han hablado con recurrencia de su soledad, de la torre de marfil de un palacio que huele a alcanfor. “Mi madre me enseñó el valor de la soledad”, manifestó hace años Carolina. Igual que Carlota, que acaba de cumplir los treinta y le ha contado a Vanity Fair que la soledad la condujo a Hume, Descartes y Simone de Beauvoir, y que debería leerse a Platón desde los siete años. En la crónica de los Encuentros Filosóficos de Mónaco, organizados y presididos por Carlota –que estudió filosofía en la Sorbona–, regaló a la revista una frase monumental: “No son incompatibles la filosofía profunda y Mónaco”, que es algo así como afirmar que no es incompatible la teología con Salou o la física cuántica con Albacete. Y si Carolina se enamoró de un actor con rostro soñoliento, Vincent Lindon –que no se hizo con un premio importante hasta el año pasado–, Carlota, para no ser menos, se ha ennoviado con un director de cine romano cuyo apellido debió de relacionar con Bertrand Russell: Lamberto Sanfelice. A sus 40 años sólo ha dirigido un largo con título de piscina, Cloro, pero es aristócrata y millonario. Este verano la prensa rosa ha especulado sobre un posible embarazo. Ligonas, mediterráneas, con labios carnosos y cigarrillos slim, las Carolinas siguen perpetuando la unión entre el amor y la puericultura. O entre la filosofía profunda y el beach club de Montecarlo.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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