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La belleza despeinada

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Tuvo que ser una inglesa quien encarnara a la perfección el chic parisienne, además de esa figura si française de musa-artista. Durante décadas, muchas mujeres quisieron parecerse a Jane Birkin, tener ese aire permanente de desayuno con café noisette, llevar los tejanos igual que unos pantalones de pijama. Parece imposible que esa mujer que encarnó la juventud antiburguesa, llenó noches seguidas la Bataclan y además representó el buen gusto sin alicatar vaya a cumplir setenta años. Sin tener buena voz ha hecho una carrera musical que llega bastante más allá de Gainsbourg y el jadeante Je t’aime, moi non plus y sin ser tampoco una actriz especialmente dotada rodó con Antonioni, Resnais, Godard, Rivette o Tavernier. Pero ni Catherine Deneuve ni Françoise Hardy podrán decir que inspiraron un bolso de Hermès. A comienzos de los ochenta, volaba de París a Londres con el presidente de la compañía, Jean-Louis Dumas, a su lado. En un momento se le volcó accidentalmente el bolso, dejando a la vista un resumen vital ecléctico, paradójico y sobre todo prolijo. Dumas le ofreció que la legendaria compañía le diseñara un bolso a su medida. La propia Birkin garabateó un bosquejo de lo que sería su ideal: “Mayor que el Kelly, pero más pequeño que el maletín de Serge”. Que cupieran los pañales y el libro de poesía. Las historias con mito nunca son perfectas. Recientemente, ya abuela, pidió a la maison que lo rebautizara tras haber sido concienciada del sufrimiento de los cocodrilos que la firma usa en los modelos que se venden bajo su nombre.

Con veinte años, “la rubia” –como se nombra en los créditos su personaje– ya había llamado la atención gracias a la secuencia de
Blow up en la que una sesión fotográfica con dos modelos acaba convirtiéndose en un trío erótico-festivo, pero sería Serge Gainsbourg, amante de la provocación por encima de todas las cosas, genio autoproclamado mucho antes de que el mundo lo reconociera, quien la convirtiese en musa y compañera. Aquel escotadísimo (hasta el ombligo, ni más ni menos) mono de crochet que lució en Cannes en 1969 –Serge añadiría année erotique –y los melódicos jadeos que el Vaticano condenó y se censuraron en medio mundo y en el otro vendieron millones de copias, hicieron el resto. Eran una pareja magnética: él, un feo tan raro que parecía guapo; ella, tan natural, la bella inteligente. “La diferencia de edad nos divertía mucho. (…) Fue mi Pigmalión. No solo podía hacer lo que quisiera conmigo, yo estaba encantada, además. Normalmente las chicas tienen forma de reloj de arena: amplitud, estrechez, amplitud. Yo no. Y él, en lugar de burlarse de mi, me decía que tenía el cuerpo como un Cranach. Entonces fui al Louvre a ver los Cranach, y en efecto, tenían caderas amplias, cinturas diminutas y pechos pequeños. Él me decía siempre que le asustaban las mujeres de pechos grandes”.

A principios de los ochenta dejó a Serge, y se fue a vivir con el cineasta Jacques Doillon, con quien tendría su tercera hija, Lou –Kate, la primera, se suicidó en 2013; la segunda, Charlotte es actriz de éxito y cantante, al igual que Lou–. El desamor no acabó con la pareja de artistas: Gainsbourg compuso y produjo varios de sus álbumes en solitario. En una semana, en marzo de 1991, morirían Serge y su padre, David. La tristeza la enmudeció y decidió alejarse de los focos durante casi una década. Pero su reivindicación por parte de un buen número de jóvenes músicos y las ofertas de papeles, que seguían llegando, la devolvió a la arena. Birkin sube a los escenarios, escribe sus memorias, es madre de artistas, es un trozo de París que pasea una alegría melancólica.

(La Vanguardia)

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