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La cicatriz del poder

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Hillary Clinton, la mujer cuyo apellido ha llegado a pesarle tanto como le ha permitido volar. Hillary, a secas, la brillante abogada con gafas de cristal de botella y sonrisa de ortodoncia. Ya convertida en Clinton, la del voten “dos por uno”, la que siempre aspiró a la presidencia de los EE.UU., en la sombra y el sol. La que asumió la infidelidad de su marido, como Claire Underwood en House of cards, porque los asuntos de Estado y la ambición de poder están por encima de las debilidades de la carne. La indignidad hubiera sido mostrarse rabiosa y perdedora. Cómo iba a abandonar el proyecto por el cual había sacrificado incluso la honra social. Lo hizo con naturalidad, en un talk show, a la americana. Y vaya si convenció. Escaló en las filas demócratas, apoyada por esa generación de feministas liberales de los sesenta y setenta cuya principal cruzada consiste en aupar a mujeres hacia las altas cúpulas. Y se puso el uniforme de Secretaria de Estado, ejerciendo la delicada diplomacia y midiendo siempre su discurso. “Nos representa a todas”, dijeron los lobbies afines, creyendo ciegamente que si gana una, ganamos todas. No siempre fue así. El tópico es Thatcher, pero podríamos repasar una a una el patrón que se le exige a una mujer para ser creíble en política. Bernie Sanders puede encender a las masas a grito pelado, mientras que los asesores de Hillary le aconsejan que no parezca gritona ni enfadada, que ejerza no ya de madre sino de abogada del sueño americano.

La campaña, desde sus propias filas, es acerada y compleja. Muchos jóvenes prefieren el coraje del socialista Sanders, que no acepta ni un dólar de las grandes multinacionales y se financiara con pequeñas donaciones. Expansión de los beneficios sociales, impuestos para los especuladores, control a las oligarquías económica y política… Sanders conecta con el espíritu libertario de los Thoreau, Whitman y compañía.

¿Y Hillary? ¿Reescribirá la historia de tantas mujeres que se preparan toda la vida para llegar a algo, y cuando lo tienen en la punta de los dedos, se les escapa? Las jóvenes no la apoyan, la sienten demasiado empoderada y a la vez símbolo de la mujer castradora. Ni el sentimiento solidario las decide, a pesar de que los republicanos misóginos la traten de “perra”, o que aún haya retrógrados que la reciban con letreros: “Plancha mi camisa”. Su modelo fue Eleanor Roosevelt, la “presidenta” más popular de la historia de la Casa Blanca, que, como ella, fue humillada por la infidelidad de su marido. En ambos casos permanecieron a su lado para ser sus más solventes asesoras: Eleanor ejerció de vicepresidenta oficiosa en el gabinete de su marido y Hillary fue responsable del sistema sanitario público de la administración Clinton. A diferencia de la campaña de hace ocho años, en la que apenas quiso utilizar el factor “género”, en su actual carrera busca a la desesperada el voto femenino. “El lugar de una mujer está en casa, en la Casa Blanca”, reza uno de sus eslóganes.

Sonreír, sudar, entrar en foros de internet, ese es el nuevo programa de la candidata para contrarrestar ese abultado pasado que le priva de frescura y conexión emocional. Algo que evidentemente no ocurriría si fuera hombre: de poco importaría su larga trayectoria, todo lo contrario, ni el dibujo mental que todos tenemos de ella como una mujer de carácter. Veremos a quién eligen los norteamericanos para que les gobierne: a una veterana de sesenta y nueve años, gata vieja, matrimoniada desde hace años con el poder, o a un hombre de setenta y cinco años que detesta el perfume de Wall Street y parece siempre estar a punto de ponerse a hacer flexiones en los pabellones mitineros. ¿De verdad que el sexo es lo de menos?

(La Vanguardia)

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