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Los bustos invisibles

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Estamos rodeados de símbolos que, de tan visibles que son, nuestra mirada barre. Ocurre con los retratos y bustos de reyes, aristócratas, prohombres o políticos. Lejos de venerarlos, de que su efigie en grandes salones marmolados nos conmueva, acabamos por ignorar la imagen. La repetición y la costumbre suelen jugar estas malas pasadas. Como con el dibujo del papel pintado, que tanto cuesta reproducir mentalmente.

En los países árabes, la foto de sus jeques y presidentes forma parte del paisaje, desde el vestíbulo del hotel al centro comercial, del aeropuerto al hospital. Pero el bombardeo de su retrato, la barba negra, los ojos pequeños, la kefia en la cabeza, no garantiza que logres identificarlo una semana después en el periódico. En la antigüedad, los emperadores se convertían en dioses tras su muerte. Porque el culto imperial era un auténtico culto a la personalidad (bien parecido al que, siglos después, se emuló en dictaduras como las de Hitler, Franco, Mussolini, Stalin, Castro, Chávez).

Colgar un retrato es una forma universal de oficializar la autoridad y de rendir culto y respeto a un dignatario por parte de sus ciudadanos y en verdad súbditos. Pero en la mayoría de ocasiones, el culto a esa imagen se vive con absoluta indiferencia. De otra manera no se podría entender que durante un año, en el salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona haya presidido la mesa un busto de Juan Carlos I a pesar de haber abdicado. Como tampoco sería fácil justificar porqué ahora, y no hace meses, Alberto Fernández Díaz corriera a colgar la foto de Felipe VI, cual guerrilla urbana, en lugar de haberlo advertido de forma incontestable en el salón de plenos. Así es como durante un año los concejales del Ayuntamiento no han chistado; ni les ha sobrado el uno ni les ha faltado el otro porque probablemente no acertaran a verlo aunque lo tuvieran frente a sus micrófonos.

El Gobierno acusa al Ayuntamiento de hacer una política de gestos y ruido. O sea, pataletas. Y el runrún conservador teme que aterrice el disparate. A que cada uno elija a su ídolo en el despacho como el alcalde de Cádiz, el mediático Kichi, de Podemos, que retiró el retrato del rey Juan Carlos para colocar en su lugar otro del anarquista Fermín Salvacochea, antecesor suyo durante la Primera República. El descuadre también ha sucedido en San Sebastián, Rúa y Moaña, Cerdanyola del Vallès y Marinaleda. Como si un júbilo experimental permitiera relajar tradición y formas.

Un exceso de drama en los símbolos nacionales siempre ha sido fruto de un letal romanticismo. Y el culto al retrato representa un anacronismo más con el que convivimos a destiempo. Como tantos que, imperceptibles, nos rodean, nos gestionan y nos fastidian, bien lejos de los bustos, las estatuas, los coches, las corbatas o las misas. La insignificancia nunca ha movido el latido de las ciudades.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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