Contamos la vida por las muertes y los nacimientos, las parejas y las mudanzas, los trabajos y las enfermedades, las Navidades y los veranos. Estos suelen traer los recuerdos más hidratados. Tienen textura, sabor y piel: los castillos de arena, las erres rotundas de un arroz socarrat, las cosquillas de los niños, el agua transparente abrazándote entre las celdillas trazadas por el sol, el aceite de monoï. Y es que algunas grandes ideas, esas que han multiplicado nuestra vida, las hemos tenido tumbados al sol, cogiendo y soltando el hilo sin auriculares. Nos basta el gemido de las olas al morir en la orilla para soñar despiertos y convertirnos en personaje. Si la autocomplacencia es perversa, fantaseamos con nuestro funeral. Si es dulzona e histérica, nos hacemos una autoentrevista. Pero a medida que se acaban las preguntas, necesitamos confesar la verdad con la misma fe del jugador que va perdiendo en la ruleta pero aún cree en una última apuesta.
Dice el libertino Fédéric Beigbeder en Una novela francesa, que leí con placer hace cuatro veranos: “El ser humano es un explorador; posiblemente a partir de cierta edad, deja de mirar adelante y da media vuelta. Si se ha reproducido, dispone de una guía para revisar su pasado”. Andamos en estas. En dejar de correr y regresar hacia aquello que nos explica. Empezar a desandar el camino que sólo creíamos de ida. Y al que regresamos cada verano.
Hace tantos años ya que he olvidado en qué década ocurrió lo que le cuento. Era agosto en Mallorca, mi isla, ya tan lejana y tan ausente que casi pienso que nunca volveré a pisarla. Pero bueno, voy a lo que ocurrió. En la playa de Es Trenc había poca gente a primera hora de una mañana rara y fresca. Cerca de nosotros se instaló una pareja de holandeses que tenían aspecto de lo que eran, holandeses. Altos, guapos, rubios y muy tostados.
Esas olas de las que hablas nos acompañaron y en ellas nos ritmábamos en la mañana hasta que al mediodía desembarcó una familia. Era una familia numerosa. Muy numerosa. Tuvieron a bien a nuestro pesar de instalarse entre nosotros, los guapos y nosotros. Sus voces asonaban de las olas y su presencia fricaba con la nuestra. La mujer holandesa se deslizó por la arena para sumergirse en el agua transparente y el hombre gouda mostraba interés entre la confusión que generaba la cepa instalada a nuestro lado. Pude ver que fijaba su mirada en tres mujeres que cascaban animadamente. Amén de su plática, estaban practicando un hábil depilado sobre las cuencas de sus ojos. Vamos, vaciaban sus cejas y descargaban sus filamentos en la fina arena para que las olas de la marea devolvieran al mar lo que le pertenecía.
Aquél holandés, quizás escritor, quizás peluquero, quizás dermatólogo, quizás antropólogo, disfrutó su día de playa entre nativos. Fue invitado a un bocadillo y a sandía. Entretanto, su rubia salía del mar como una Astarté llevando sus brazos a su pelo y enseñando una bella figura curva y divina.
Un saludo cordial y feliz verano.