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Por qué no las pillan

En los gimnasios de los hoteles de Nueva York, sus usuarios —la mayoría, varones— siempre acuden bien equipados: enormes cintas en la frente, la camiseta adherida a los músculos, guantes, iPods, cronómetros. Cuando levantan pesas, se miran al espejo. Y podría jurar que, mientras se lamen ligeramente el labio superior con la punta de la lengua en señal de esfuerzo, más allá de observar el hinchamiento de sus bíceps, ensayan sonrisas. No hay duda de que se gustan con las pulsaciones elevadas, bañados en sudor y endorfinas. Así se autofotografió el congresista Weiner para atraer a unas cuantas jovencitas vía Twitter. ¿Por qué escogió esa imagen? ¿Acaso porque responde a su noción de sex appeal, exhibiendo músculo y hormona, vigor y aliento, y demostrando que las toallas son un elemento mucho más excitante de lo que pensábamos? El caso es que algo falló en el simulador de experiencias del demócrata cuando con una mano miraba a la cámara y con otra se agarraba el sexo luciendo su michelín de cuarentón estresado. Cuesta no imaginárselo pensando: «¿Y si… me pillan?». Precisamente es el coqueteo con el peligro lo que hace más estimulante la transgresión. Como reza el manual del buen narcisista —asunto que ha escaneado la neuropsiquiatría—, cuanto más poderosos, más promiscuos.

Si bien la exhibición de Weiner no pasa de la categoría de bobada —y no debería molestar más que a su mujer—, su partido y el propio Obama le han aconsejado que dimita. Se trata de un nuevo revuelo en la cadena de escándalos sexuales que sacuden la política de norte a sur (curiosamente, en España se mantiene la omertà, y no porque sus protagonistas sean más mojigatos o prudentes, sino porque, como ocurre en Francia, se respeta y sobrevalora la privacidad, e incluso algunos individuos condenados por acoso, como el ex alcalde de Ponferrada, Ismael Álvarez —caso Nevenka—, siguen allí cuando el dinosaurio despertó). En la cultura del poder perviven tics invariables desde Nerón. La manera de pisar o de mirar. La consentida estafa intelectual a fin de manipular a la opinión pública. El mundo del confort tan bien representado en el tamaño de la mesa o en la blancura de su sonrisa. La ciencia, en los últimos años, se ha referido a los trastornos que origina el poder y ha subrayado que la capacidad para ejercer el liderazgo incluye grandes dosis de fortaleza, pero también de narcisismo y egolatría. «Los individuos astutos, dominantes, crueles, persuasivos, falsos, manipuladores y audaces son óptimos candidatos para situarse en posiciones de ventaja en las luchas por el poder», aseguraba Adolf Tobeña en su ensayo Cerebro y poder. Mucho ha ahondado este catedrático de Psiquiatría en la relación entre poder y testosterona. Incluso puso etiqueta a la nueva promiscuidad superficial: los sociosexuales, que tienden a «un tapeo sexual que no protagonizan sólo los individuos proclives a ello, sino que ha calado en los hábitos de la gente más cauta».

El The New York Times de Jill Abramson, a raíz del caso Weiner, se ha hecho eco de esta falta de cautela. «¿Por qué las mujeres no caen en escándalos sexuales?», titulaba. Y partía de la premisa de que haberlas, haylas. Y más cuando solventes estudios aseguran que, hasta los 40 años, las mujeres son tan propensas al adulterio como los hombres. Veamos algunas respuestas: porque ellas se presentan con el objetivo de hacer algo mientras que los hombres buscan ser alguien; porque les ha costado más llegar y andan de puntillas; porque las mujeres con poder, en lugar de atraer, repelen; porque no les queda tiempo para engañar; porque son más inseguras y por tanto menos narcisistas. O por una simple y pura cuestión estadística: porque en el Capitolio hay 89 mujeres y 446 hombres.

(La Vanguardia)

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