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Mujeres que no sonríen

Me sorprendí al oír las palabras de Bertín Osborne asegurando, tras dejar embarazada a “una amiga especial”, que el bebé en camino no era “deseado ni buscado”. Hay frases que dejan una mancha indeleble de por vida. Por eso existen parejas que, a fin de anunciar un embarazo que no estaba dentro de sus planes, aluden al “accidente” con una sonrisa picarona. La declaración del famoso presentador produjo una colosal excitación en el mundo del cotilleo, cuyos cofrades trataron inmediatamente a la recién preñada de lagarta. Reproducían el esquema clásico del ingenuo cazado por una aventurera sin escrúpulos. Y tanto cargaron las tintas que el reciente padre, un hombre ultraconservador y antifeminista, salió a defenderla y, de paso, a defenderse a sí mismo: “Tengo mucho mundo y no me dejo engatusar fácilmente”, vino a decir.

Las relaciones entendidas como trampa son un asunto antiguo, y ya los griegos nos alertaron de que el deseo puede derivar en martirio. A lo largo de la historia, el mundo se ha llenado de hijos no deseados cuyos progenitores perpetúan diversos estereotipos, siendo el más común el del hombre mayor, rico o famoso, y la mujer joven para quien la descendencia es una especie de seguro de vida. En los últimos años mucho se ha avanzando en la nueva reformulación de las políticas del deseo en busca de una ética igualitaria, pese al grado de utopía que eso implica, pues a veces no sabemos exactamente qué deseamos. Sin embargo, aún existen aquellos que no aceptan la emancipación intelectual de las mujeres.

La deconstrucción de clichés que han penalizado a las mujeres provoca una fuerte resistencia

En 1991 Susan Faludi publicó Backlash, titulado en nuestro país Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna. He citado varias veces el libro porque me impactó la idea de que, tras aquellas working girls que pisaban Wall Street con deportivas y pintalabios, una ola conservadora cuestionaba la felicidad femenina. Y presentaba el matrimonio como un bazar de oportunidades en el que había que apresurarse a fin de elegir bien entre las escasas existencias. Aseguraba Faludi que en los EE.UU. de los noventa, una mujer de cuarenta años tenía, según la estadística, más probabilidades de sufrir un ataque terrorista que de casarse. Para muchas, en cambio, la pareja nunca fue un botín y quisieron despojarla de cualquier atisbo de materialismo, invocando el sabio flujo del amor en lugar de la manutención. Pero tuvieron que regresar irremediablemente a los parámetros del capitalismo al verse obligadas a doblar sus jornadas o abandonar el trabajo al tener un segundo hijo.

Su cuestionamiento como madres acostumbró a ser implacable; no así el de sus parejas en tanto que padres. Y si no, ahí está otra confesión pública de Osborne poco después del nacimiento de su séptimo retoño a la que también merece la pena prestar atención: “He decidido que no voy a ser padre, no quiero ejercer de padre. Si se confirma que es mío, ayudaré”. Pero son las malas madres quienes conforman un amplio colectivo que carga aún con una pesada losa de culpa y perplejidad.

La deconstrucción de infinidad de clichés culturales que han penalizado a las mujeres durante siglos provoca una fuerte resistencia. Y una nueva ola retrógrada pretende pararles los pies no solo a las listas y lagartas, también a las mujeres que se salen con la suya (incluidos “los chiringuitos” que las protegen, dicen). Ahora, se olvidan de las que no son complacientes, de las vigilantes y las solidarias, de las que no hablan melosas e impiden el avance de quienes zarandean sus derechos. De las que no sonríen.

Artículo publicado en La Vanguardia el 16 de enero de 2024

Publicado en Artículos La Vanguardia

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