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Miguel Barroso: inteligencia hipnótica y alma caribeña

Nunca representó el hombre oscuro que movía los hilos en la sombra; al contrario, fue un apasionado de la pluralidad, un facilitador, creyente “del laissez faire, laissez passer”

Miguel Barroso Ayats poseía una inteligencia hipnótica. Cuando hablaba, enhebraba un narración en la que alumbraba las zonas oscuras y desconfiaba de las luminosas. Fue dotado con la virtud de entender, como si tuviera la solución a cualquier enigma, de ahí a que desde Felipe González, Zapatero y Pedro Sánchez acudieran a él para que les interpretara los sueños. Eso lo convirtió en el primer gran ‘spindoctor’ de una España todavía pacata en democracia, junto a su socio y amigo, José Miguel Contreras. “Los Migueles”, les llamaba González cuando todavía no los distinguía y ellos le ayudaban a preparar los debates contra Aznar.

A lo largo de la historia, asesoró al PSOE y reformó sus marcos, les dio nuevo contenido, puesta en escena, confianza. Valores refugio que articularan un nuevo relato de la socialdemocracia sin naftalina. Curtido en la lucha antifranquista, “en la guerra”, como decía Jaume Roures cuando me contaba que iban a comprar libros a Leviatán. De joven militó en Bandera roja, pero su vuelo sería mucho más alto, sin ataduras ni militancias, impulsado por un sello diferencia que no tenían sus pares: la vocación literaria en la que prende ese mysterum fascinans y dota de una vibrante intensidad a la vida.

Amante del Caribe, acababa de regresar de La Habana

Miguel Barroso murió en un maléfico 13 de enero de un infarto en su casa del centro de Madrid, recién llegado de La Habana, con la última visión de las palmeras bailando sobre la orilla. Escribir con las manos frías no es buen síntoma. Porque se ha ido un enamorado de la vida, un aragonés con muchas cabezas aunque un solo corazón. “Estoy convencido que si pudiera sacaría toda su mala ostia y diría cabreado que todavía no”, me dice Josemi Contreras. Barroso tuvo varias vidas , también la de padre orgullosísimo de Cristina y Camila (de su matrimonio con mi querida colega Charo Izquierdo). Y de Miquel, 15 años, un muchacho excepcional que ya ha ido y ha vuelto de la luna.

Conocí a Miguel junto a Carme Chacón, en uno de los veranos más felices de nuestras vidas. Formaban una pareja fascinante, y las largas sobremesas ilustraban grandezas y miserias de la condición humana. Él siempre reconocía las dimensiones del campo de juego, fuera en la política o en el placer. Amante del Caribe –Cuba fue su segunda patria- nos descubrió el lugar más bello del Trópico: Samaná. Pasamos un verano en Las Terrenas, bajo ventiladores lentos y balancines; era agosto de 2008 y Carme tuvo que quedarse por el gabinete de crisis. Lluvias cálidas, playas desiertas, sonidos de la pequeña jungla. Me alertó: “por la noche, esto parece Mogambo”. Lo exótico y lo auténtico. El sol. 

En una ocasión, nos embarcó a un grupo de amigos a Tánger convencido de aquel era otro paraíso donde teníamos que comprar un apartamento. Fueron noches surreales en la Vieja Montaña donde se mezclaban el té de menta el humo de su habano. También disfrutamos de su ácido humor y sus historias de enredos en el Viso, con Enric Juliana, Millás, Cayetana Guillén y Carme, embarazada.

Nunca representó el hombre oscuro que movía los hilos en la sombra, al contrario, fue un apasionado de la pluralidad, un facilitador, creyente “del laissez faire, laissez passer”. Su novela, Hormigas en la boca fue llevada al cine por su hermano, Mariano Barroso. Mucho se han glosado sus méritos, entre los cuales está el haber conferido autonomía propia a la televisión pública además de impulsar nuevos canales y cambiar el modelo de la televisión privada.

Tras la muerte de Carme, cuando reemprendí el proyecto del libro, mantuvimos varias charlas y fue tremendamente generoso, aunque obligarle a recordar significara remover la tristeza. Cuando entregué el original, pasados unos días me llamó: “no puedo pasar de la página 7, me echo a llorar, no lo voy a poder leer.” Me propuso que lo hiciera un amigo de ambos, José Andrés Torres Mora. No hubo correcciones. Ni rastro del hombre duro e impenetrable.

Barroso eligió ser invisible aunque sostuviera con muchas de sus ideas a los presidentes socialistas. Siempre colaboró gratis, excepto el año y medio en el que fue secretario de comunicación; allí recibió envites de contrincantes políticos y dio un paso atrás. “Soy demasiado misántropo, tengo la suficiente soberbia intelectual para no soportar a los idiotas, no tengo flema, y tampoco me veo a mí mismo cambiando de registro. Pero sobre todo, no tengo vocación de transcendencia”, me contó sobre este episodio. Barroso fue un periodista brillante, un flânneur, un zascandil –lo define otro de sus grandes amigos, Luis Fernández- Mantenía una relación extraña con el secreto; recuerdo su alborozo cuando se abrieron los archivos de la CIA, aquello fue el detonante de su libro: “Un asunto sensible (Tres historias cubanas de crimen y traición” )

La prensa lo fascinaba. Era amante de leerla en papel durante el fin de semana. Regresó por la puerta grande a Prisa –allí donde años atrás quisieron cancelarlo- como consejero de El País, y junto a Pepa Bueno y Jordi Gracia, disfrutó de una vida chispeante. Estaba casado con la anestesista cubana Dreydi Monduy.

El domingo 23 de julio, tras el recuento de las urnas, le mandé un mensaje: “se ha notado tu mano en el final de la campaña”. “Joana, estoy en Cuba llorando”(de emoción) Y tras la investidura me escribió: “se trata de presentar la disputa catalana como una anécdota del pasado. El tema no es Puigdemont o Feijoo. Es progresismo o reacción. Desde Washington a Buenos Aires o a Zaragoza”. Siempre miraba al horizonte con un finísimo olfato para identificar el aire de los tiempos. No entendía de miniaturas.

El año se fue rápido para Miguel Barroso, el periodista que soñó en grande.

Publicado en La Vanguardia el 14 de enero de 2024

Publicado en Artículos La Vanguardia

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