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La melosidad de Yolanda Díaz

La melosidad es un factor esencial en la forma de comunicar de Yolanda Díaz. Un timbre de voz risueño, cantarín, que le pone sentimiento al mensaje. Se trata de una característica desacostumbrada en la arena política, donde rige un tono objetivamente neutro, poco dado a la expresividad que tan a menudo supone entrar en jardines endiablados. Lejos de la afectación que incluye el término, en Díaz, esa cercanía y dulzura se ve facilitada por su galeguidade, que dota de sentimiento a las palabras mediante diminutivos: esos biquiños tan adheridos a su habla.

El pasado verano estuve unos días en Vigo gracias a la hospitalidad de mi amiga y escritora Inma López Silva. En mi primer paseo solitario me chocó que la panadera me saludara con un efervescente “¡hola chula!”. Quise reírle la gracia a pesar del estupor, pero enseguida advertí tanta normalidad como rutina en el saludo. Como si algo de azúcar se hubiera pegado al paladar, sin empalago. Más bien tenía que ver con una tristeza alegre, una especie de obligación para suavizar el trato, igual que ese “Boas noites, sentidinho”, con el que despide los telediarios Xabier Fortes.

Aquellos días, Inma y yo asistimos, junto a su pareja, Francisco Castro, editor de Galaxia, a un homenaje a Domingo Villar en Moaña, y la alcaldesa discurseó como si el sol la deslumbrara, achinando los ojos, chispeante y casi emocionada. Habla como Yolanda Díaz comenté a mis amigos, entornando las palabras para hilar una musicalidad que traspasa cualquier barrera de comprensión.

Ese timbre risueño y cercano, capaz de derribar la cuarta la pared –la política tiene mucho de teatro–, cuenta también con detractores. De “cursi” y “embaucadora” la acusan los mismos que le regalaron el ingenioso apodo de “La Fashionaria”. No soportan que Díaz encarne una institucionalidad menos impostada, aunque vestida de buen crepe. O ¿no fue su compatriota, Adolfo Domínguez, quien devolvió su dignidad a la arruga?

Hace algo más de un siglo, en Madrid se decía que “Galicia no da más que aguadores o ministros”. El recuento a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX resulta prolijo; destacan los coruñeses Eduardo Dato y Salvador de Madariaga, el ferrolano José Canalejas o el tuense José Calvo Sotelo. Durante la II República, Santiago Casares Quiroga, coruñés de ascendencia compostelana, presidió el Consejo de Ministros.

La nueva novia de España dulcifica el tono, hace ostentosa su ‘galeguidade’

 Y, tras las cuatro décadas de dictadura del mal caudillo, la democracia recuperó la costumbre de contar con “los imprescindibles ministros gallegos”, como se decía entre la guasa y la envidia durante el franquismo. Miguel Ángel Moratinos, Elena Salgado, José Manuel Romay Becaría, César Antonio Molina, Ana Pastor, Francisco Caamaño, Pepe Blanco o Nadia Calviño son algunos de ellos.

Sin olvidar el día en que un santiagués epítome de la galeguidade, conservador, serio y trabajador, a menudo indescifrable, retranqueiro y algo coitadiño, Mariano Rajoy, consiguió lo que el patriarca Fraga nunca alcanzó. Feijoo repite ahora su guion, sin salirse ni de los traspiés con el tipismo.

Mientras que Yolanda Díaz se presenta como la nueva novia de España, una marca blanca de la izquierda. Y a diferencia de tantos paisanos, dulcifica la esencia gallega y la hace ostentosa en lugar de disimularla. Aunque su melosidad no renuncia de valores tan arraigados como el pragmatismo, el picar piedra y hasta la morriña de unos tiempos en los que la política y la gente no se daban la espalda.

Artículo publicado en La Vanguardia el 4 de abril de 2023

Publicado en Artículos La Vanguardia

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