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El tiempo sin flecha

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Descorremos las cortinas del primer lunes del año y nos preguntamos si la vida era mejor cuando estábamos juntos. Cuando abríamos las manos en lugar de cerrarlas y seguíamos las huellas de aquellos que habían conquistado un brillo atractivo y sereno. ¿Dónde se ha ido tanta gente con la que compartíamos encantos y molestias? ¿Qué ha sido de nuestra capacidad para crear conexiones al tocar la piel del otro? El virus nos ha hecho más ariscos; no somos ermitaños, sino una especie de replicantes cuyo lenguaje está colonizado por vacunas, exudados, fiebre, oxígeno o inmunidad. Poco nos consuela aquel pensamiento de Borges: “Todo lo que nos sucede, incluso nuestras humillaciones, nuestras desgracias, nuestras vergüenzas, todo nos es dado como materia prima, como barro para que podamos dar forma a nuestro arte”.

El tiempo parece haber perdido su flecha: “Que la encuentre de una jodida vez”, me decía una amiga vencida, con el padre en la uci, ella balanceada por la urgencia de transformar la resignación en aceptación. Sí, tenemos que aceptar nuestra propia oscuridad, animaba Jung, pero, hartos de tinieblas, los intereses espeleológicos decaen, y aquel calor invencible que producía el soñar en voz alta en familia ha sido sustituido por la voz del robotito Alexa, a quien los niños le piden que se tire pedos.

La insustancialidad nos rodea la cintura, como ocurre cuando vivimos inmersos en lo provisional y posponemos lo importante. En el mundo prepandémico los acompañantes del enfermo leían revistas de chismes en la habitación mientras hoy nos emborrachamos con las imágenes de las redes a fin de matar la molesta zozobra: esperar sin saber el qué. La Ilustración fracasó, solo cotiza lo rápido, resultón y falso. Consumimos basura en lugar de contemplar belleza. Dice Byung-Chul Han: “Todo lo que estabiliza la vida humana requiere tiempo”, empezando por la verdad. Bailemos lento.

Artículo publicado en La Vanguardia el 3 de enero de 2022.

Publicado en La Vanguardia

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