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Ómicron con foie

Unsplash

Los charcuteros decoran sus escaparates con plumas de faisán entre pulardas y foies micuit envueltos de serpentinas doradas junto a una gran botella de Sauternes para celebrar la Nochevieja, pero la vida ya no promete placeres estacionarios. “He caído”, se dice ahora cuando uno da positivo por ómicron. Media familia encerrada en un cuarto mientras la otra sacará la mejor cristalería. En las ciudades, las apabullantes cortinas de luces borran la oscuridad y anticipan el cuerpo de fiesta, pese a que casi todos percibimos la sensación de enfermedad. Dos años conviviendo con ella, esmerando la profilaxis que hemos incorporado a nuestras rutinas, nos han endurecido la piel. “No es mortal si estás vacunado”, nos consolamos, “y ahora dura menos”, aunque empaña las fiestas con toses y test en cadena. Y ahí está esa obsesión que se torna en fe: la de dar negativo.

En los chats familiares arden las listas de regalos para Reyes, con menos audios porque las gargantas infectadas se han secado pero insisten en fascinar a la chiquillada, que todavía no conoce el significado de la palabra futuro. Nosotros la hemos perdido; sin embargo, empezamos a aceptar que vivimos dos realidades: la terrenal y la virtual, en plena era de la información, o mejor dicho, de infoxicación, a menudo deformativa. “Pienso que vivimos en dos realidades, una física, material, biológica, química, el mundo de las cosas y de los cuerpos, que tal vez podríamos llamar la realidad de primer grado, y luego una abstracta, inmaterial, lingüista, y del pensamiento que podemos llamar la realidad de segundo grado”, escribe Karl Ove Knausgård en En primavera (Anagrama), con pulso de enorme diarista que observa –y se observa– sin abandonar su mirada torva. Enredados en la nube y convertidos en Phono Sapiens, lo digital nos absorbe con su estrategia de hacernos un mundito a medida, ávido por acertar con nuestros gustos gracias a los algoritmos, cada vez más afinados, que ejercen de voz de la conciencia.

La paradoja se ha instalado en nuestra distopía, y los ecos de aquel “vuelve a casa por Navidad” desplegando un banquete con roce familiar y manos pegajosas de marisco han quedado reducidos de nuevo al lenguaje aspiracional, que va de las burbujas al metaverso, donde escapan quienes no pueden soportar tanta calamidad. El estrés poscovid se ha juntado con la ómicron navideña, de forma que pasaremos de año subidos a la noria de unos loquísimos años veinte que nos van congelando las boquitas de piñón.

Artículo publicado en La Vanguardia el 30 de diciembre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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