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Las verdaderas élites

Jorge Luis Borges en 1951 / Grete Stern

Nos llevamos magníficamente bien con la palabra excelencia, y, cuando es preciso, acudimos en busca de los más preparados, ya sean médicos, abogados, gestores o terapeutas, a fin de que mejoren nuestra vida. También nos agrada que en los sobres de jamón ponga selecto , que nuestro contrato de la televisión por cable sea prémium y que las líneas aéreas nos manden una tarjeta color plata u oro que nos permitirá saltarnos las largas colas de espera. En cambio, hemos devaluado la palabra élite, definida por el diccionario como “grupo selecto y minoritario de personas”, hoy encarnado por un reducto privilegiado y a la vez sospechoso.

Hace unos años leí una anécdota de Borges publicada en el Diario Popular de Buenos Aires, que recuperaba Cristian Vázquez en Letras . Se trataba de una entrevista al peluquero porteño Mario Lozano, que, además de cortar el pelo, tocaba la guitarra y cantaba para sus clientes. En una ocasión atendió a Borges: “Maestro, ¿puedo darle la mano? Lo admiro mucho, aunque reconozco no ser un gran lector suyo”. “Será que yo todavía no aprendí a escribir para usted”, le respondió Borges con su voz cadenciosa. La manera que tuvo Lozano de acercarse a Borges resume la relación entre el pueblo y la élite. Pero la respuesta del autor de El Aleph sorprende por su soberana delicadeza.

Cuando era muy joven entrevisté para la revista del Col·legi d’Advocats de Barcelona a Miquel Batllori, jesuita, brillante historiador, profesor en la Pontificia de Roma. Al despedirnos, llamamos el ascensor. Llevaba un elegante bastón; yo le cedí el paso, él negó con la cabeza, y con cierta retranca, el erudito me dijo: “Señorita, los hombres podemos llegar a perder la fe, pero la galantería jamás”. También recuerdo a Leopoldo Rodés, que preparaba los dry martini para sus invitados y se prestaba a hacer de puente entre mandos para restañar heridas y abrir puertas. O a Françoise Giroud, que con casi ochenta años esperaba a su peluquero para luego salir con sus amigas, tras una jornada de escritura, y que fue pionera en reivindicar un nuevo contrato sexual entre hombres y mujeres. Todos ellos, a mi modo de entender, formaban parte de la verdadera élite: selectas minorías que han dedicado sus mejores horas a la comprensión y el progreso del mundo, y que en absoluto respondían al cliché de los microclimas endogámicos que perpetúan apellidos, de los codiciosos que se embrutecen con el dinero y ahora vuelven a salir en los papeles, esta vez de Pandora, unas élites que pueden ser denominadas sin rubor parásitas .

Vivimos unos tiempos a los que no les salen las cuentas futuras, ya se trate de calcular pensiones o de presupuestar cualquier medida de protección social. Se agranda imparable la brecha de la desigualdad. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad) anuncia que el crecimiento de la economía mundial alcanzará el 5,3% este 2021 –la tasa más alta en casi medio siglo–, aunque aclara que el repunte será muy desigual en términos geográficos, sectoriales y de ingresos. Campo libre para las oligarquías. Ya lo advertía Leonard Cohen en aquella canción: “Los pobres siguen siendo pobres, / los ricos son aún más ricos. / Así es como funciona, / y todo el mundo lo sabe”. Pero, claro, él votó mal toda su vida, como diría Vargas Llosa, representante de una élite que desvirtúa el verdadero significado de la palabra. Porque mientras las legítimas son silenciadas, las postizas siguen corrompiéndose, acumulando, adorando al becerro de oro.

Artículo publicado en La Vanguardia el 09 de octubre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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