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Borrarse del mapa

A punto de cumplir los 50, Albert Om decidió irse. Por fin había roto con aquel mandato interior untado en el comedor familiar de Taradell: “¿Qué dirá la gente?”. Con cuánto reparo tuvimos que masticar esta frase: los padres cabizbajos agitando el pulverizador de la vergüenza, abrasados por un sentimiento muy propio de los habitantes de pueblos cuyas puertas parecen transparentes. El qué dirán suele acompañarte un largo trecho; a veces provoca autocensura, otras desconsuelo; también frena la audacia, y no es fácil desembarazarse de él. Resume el juicio de la costumbre, o del sentido hecho común, aunque no siempre obedezca a la moral, ya que para muchos es preferible mentir a pasar vergüenza.

En su libro El dia que vaig marxar (Univers), Om –curado ya de esa punzada– relata su paréntesis vital tras buscar refugio en la Provenza. Cumplió el sueño que a todos nos embarga un día: borrarse del mapa, escapar con poco equipaje, tomarse unos meses sabáticos. Y entregarse a descifrar la sencillez y perfección de una baguette, activando todas las teclas de la conciencia, en un abrazo íntimo con Epicuro.

Tras quince años en televisión con­ grandes cuotas de audiencia –bordeando el millón de espectadores–, el periodista se ­largó. Dedicó sus días a despertarse ligero, anotar las letras de canciones de Françoise Hardy o Benjamin Biolay, visitar cemen­terios para leer atentamente sus lápidas, jugar a la ­petanca o ir a clases de francés entre alumnos coreanos. Hizo todo lo que deberían ­recetar los médicos en alguna ocasión, desde sentarte de nuevo en un pupitre hasta des­ocuparte de esas pequeñas obligaciones que colonizan y marchitan tus horas, con el fin de regresar a un estado de levedad tan ­solo comparable a los veranos de la infancia, cuando la carga es breve y la fantasía ­in­a­barcable.

Om nunca estuvo tan cerca de sus padres como durante ese parón. En su cuaderno sin correcciones fue uniendo cabos sueltos mientras recorría las carreteras de aquella Francia que para ellos simbolizaba la libertad. “Los padres no se mueren un día. Se te van muriendo. Van dejando de ser los que eran”, escribe el autor, que, desde la perspectiva que te aporta vivir en una lengua diferente, pudo tomar consciencia del duelo antes de vivirlo.

La pandemia ha obligado a no pocos parones. Pero desprovistos de la energía necesaria para hacerlos fértiles: la emergencia sanitaria ha desvestido la alegría y nos ha desganado. Por eso contamos los días que faltan para irnos de casa, tomar distancia y volver a ser extranjeros.

La Vanguardia, 21 de Abril 2021

Publicado en Culturas (La Vanguardia) La Vanguardia

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